La plataforma de salida de la natación en aguas abiertas que se hunde, los maratonianos pululando por el sambódromo, las aguas de la piscina que se tornan verdes y traslúcidas y un Estadio Olímpico sin el pebetero son algunas de los cientos de chapuzas que la organización de los Juegos de Río nos ha ofrecido casi a diario. Incluso a la imaginación de Francisco Ibáñez le hubiera costado reunir tal cantidad de desaciertos en su historietas, aunque seguro que los hubiera bautizado como los juegos de Pepe Gotera y Otilio.
Con este panorama de tebeo no es de extrañar que con frecuencia en las últimas semanas el fantasma de los peores juegos de la historia haya sobrevolado sobre Río. Por si a alguien le quedaba alguna duda, las declaraciones de los responsables olímpicos las han despejado. El actual presidente del COI, Thomas Bach, calificó la última edición como “icónica”. Por su parte, Alejandro Blanco habló de “unos Juegos diferentes.” También en una de sus declaraciones el presidente del CSD, Miguel Cardenal, matizó que el comportamiento de los voluntarios era capaz de compensar cualquier defecto organizativo. Queda claro: los peores que se recuerdan.
Qué curioso, que la anterior referencia a unos juegos nefastos sea la de Atlanta '96, en el centenario de los primeros de la era moderna. Todo el mundo clamaba por razones simbólicas por su celebración en Atenas ¿Todo el mundo? ¡No! Una aldea de irreductibles personajes resistió a la lógica -incluso al espíritu olímpico que presuntamente preservan de los embates del proceloso mundo moderno-, ya que tenía otros planes: la ciudad de la chispa de la vida.
El resultado fue que, como en esta ocasión, los Juegos resultaron nefastos. Creo que la de Río debería ser una enseñanza definitiva para los padres de familia olímpica, que se desvían con cierta frecuencia de sus ideales para caer atrapados en sus razones políticas o económicas. Aunque, con franqueza, vistas las últimas decisiones -en las que asaltan la independencia de la Agencia Mundial Antidopaje- tengo mis dudas de que se vayan a conducirse por el camino correcto.
Por lo demás, la resaca está siendo más dura de lo habitual para los amantes del deporte olímpico. De repente, el irresistible interés del virus FIFA, del traspaso que nunca se producirá y de cualquier partido de fútbol (que da la impresión de que pasará a la historia del deporte mundial si escuchamos la pasión con la que se habla de él y el espacio que ocupa en los medios, aunque dentro de un mes no se acuerde del resultado ni el tato) arrasa a nuestros héroes olímpicos, de nuevo envueltos en su capa de invisibilidad cuatrienal y a los que hay que ir a buscar a los más remotos confines de la información. No importa que seas Ruth Beitia y la virtual ganadora de la Diamond League, que al acabarse los Juegos te conviertes de nuevo en cenicienta.
Y las despedidas son inevitables en cada ciclo olímpico. Cuatro años es demasiado tiempo en la vida de un deportista y, con certeza, algunos campeones más tampoco volverán. Así que ya no volveremos a ver a Bolt ni a Phelps. Ni a la Argentina de Ginobili ni a la España de Pau Gasol. Ni a García Bragado: si el espíritu olímpico primase por encima de cualquier otra razón hubiera sido uno de los reyes de estos Juegos. Demasiados adioses de una tacada para un espíritu sensible como el mío.
Chapuzas a domicilio aparte, la actuación de los deportistas, en especial en las especialidades más emblemáticas, ha sido extraordinaria. En pocos Juegos veremos en acción a figuras de la talla de Phelps, Bolt y Simon Bales. Por citar algunas cifras, en atletismo se han batido tres récords mundiales, nueve olímpicos, diez plusmarcas continentales y 99 nacionales, entre ellas las de Bruno Hortelano y Sergio Fernández.
Y echando un vistazo a la última semana del balompié, en absoluto me parecen acordes con el espíritu olímpico los premios individuales en los deportes de equipo. De nuevo aparece la alargada sombra del dinero en el deporte, con esta nueva moda que comenzó hace bien poco al olor de la rentabilidad y en la que hay que encontrar siempre la forma de premiar a los que interesan. Últimamente a Messi y a Cristiano, los iconos que todo el mundo promueve. ¿Que Xavi lo gana todo y Messi no hace nada en el Mundial? Da lo mismo. ¿Que el mejor jugador es Messi? Entonces el mejor gol para Cristiano. O viceversa.
Siempre habían existido estas distinciones en el ámbito periodístico, su lugar adecuado y del que nunca deberían haber salido. Sin embargo, darles un carácter oficial es un menosprecio para otros muchos jugadores y un desatino inapelable ¿Quién es capaz de reunir todos los parámetros para señalar de forma concluyente el mejor jugador de una temporada? Dicho de otra forma, si Oblak es el portero menos goleado de la liga ¿es todo el mérito suyo? ¿No debería reconocerse también a su defensa? ¿Y a su medio campo? ¡Ah!, que los delanteros también presionan. Pues eso.