—Quiero un café y un perrito caliente —Muhammad Ali acaba de tomar asiento en un restaurante del centro de Louisville, su ciudad natal, en el estado de Kentucky. Le acompaña la medalla de oro conseguida unas fechas atrás en los Juegos Olímpicos de Roma 1960 y se siente libre. Es el campeón del mundo pero ha emprendido un combate de mayor dificultad: el de conseguir la igualdad para su gente.
—No servimos a los negros —respondió la camarera. En aquel momento, la integración racial apenas era un sueño utópico en Estados Unidos. A la gente de color le estaba prohibido acercarse al centro de la ciudad para realizar un acto tan cotidiano como el de almorzar en un restaurante.
El boxeador, enojado, contestó con su punzante ironía: “Yo tampoco me los como, sólo sírvame una taza de café y una hamburguesa”. Ali, cuyo nombre por aquel entonces todavía era Cassius Clay, había conseguido la primera gran victoria de su carrera pugilística con la bandera de su país bordada en el calzón. Había peleado por los intereses norteamericanos y ahora la realidad le propinaba un golpe más doloroso que cualquier gancho recibido sobre el cuadrilátero. Todo por no ser blanco.
La camarera se dirigió al encargado y Ali distinguió cómo este último sentenciaba: “Bien, se tiene que ir”. Y así fue.
—Tuve que abandonar el restaurante en mi ciudad natal, donde había ido a la iglesia para servir su cristianismo. Mi papá luchó en todas las batallas... Acababa de ganar la medalla de oro y no tenía permitido comer en el centro. Me dije: “Algo está mal”. Y desde aquella, he sido un musulmán.
Dicha escena la describía Muhammad Ali en su famosa entrevista con el periodista Michael Parkinson en 1971. La presea dorada terminó en el fondo del Río Ohio por culpa de la frustración. Habían tratado al púgil, una vez más, como un ciudadano de tercera, como un esclavo. Ni la aureola de campeón olímpico le libró de ser víctima del racismo arraigado en una sociedad estadounidense que no respetaba los derechos de los negros.
'El más grande' fue humillado de tal forma en 1960, pero más de medio siglo después, otro gran campeón ha sufrido en primera persona la discriminación racial. En el año 2016.
Después de revalidar el título olímpico en las pruebas de 5.000 y 10.000, emulando la gesta de Lasse Viren, Mo Farah se encontraba en el aeropuerto de Río de Janeiro cuando una auxiliar de vuelo de la compañía aérea Delta Airlines le forzó a situarse al final de la cola de embarque, según reveló su mujer Tania Farah al Telegraph.
Siempre según la versión de la esposa del también campeón del mundo, la azafata se negó a reconocer que Mo Farah tenía un billete de primera clase para el vuelo que les llevaría hasta Atlanta, donde el matrimonio y sus cuatro hijos harían escala antes de llegar a Portland (Oregon), su lugar de residencia.
Tania confesó al diario británico que “esta mujer básicamente humilló [a su marido] hasta que la gente empezó a llegar y dijo: ‘Este es Mo Farah, el campeón olímpico’. Ella estaba avergonzada después de todo, pero le había gritado como si fuese un trozo de mierda para que volviese a la fila”.
Los testigos de la secuencia afirmaron posteriormente que la señora Farah maldijo a la trabajadora de la aerolínea, llamándola “patética”, diciéndole que llevaba “una vida un poco triste” y que estaba siendo “irrespetuosa”, antes de solicitar una disculpa. Tania también dijo que Mo Farah “era la única persona negra en la cola”.
Finalmente, toda la familia pudo subir al avión después de la mediación de un segundo trabajador de la compañía. Una vez a bordo, los Farah recibieron una fuerte ovación del resto de pasajeros.
Jesse Owens y el regreso de Berlín 1936
El mundo del deporte, por desgracia, está plagado de momentos cargados de connotaciones racistas, pero también de valientes atletas que levantaron la voz para denunciar las injusticias, como los estadounidenses Tommie Smit y John Carlos y su puño levantado en el podio del 200 de México 1968. El ‘black power’.
Pero antes de las medallas de Muhammad Ali o de los dos velocistas, otro atleta de Estados Unidos se enfrentó a la discriminación por ser negro. Jesse Owens, el hombre que derrotó a Hitler y derrumbó la teoría de la superioridad de la raza aria con cuatro oros, nunca recibió el homenaje merecido a su vuelta de Berlín 1936. Porque el presidente Roosevelt jamás invitó a Owens a la Casa Blanca y porque nunca fue premiado con el título de mejor deportista amateur del país.
A Jesse Owens lo trataron como pura mercancía, obligándole a participar en varias competiciones por Europa en las cuales el Comité Olímpico de Estados Unidos, dirigido por Avery Brundage, obtenía rédito económico gracias a su nombre. Aunque el momento más humillante de su vida se produjo cuando tuvo que disputar una carrera contra un caballo en La Habana, la primera de una serie de sprints vejatorios que llevó a medir su velocidad contra coches, locomotoras, perros o motos. Tenía que ganarse la vida de alguna forma.
Pero llegó un momento en el que el joven deportista explotó y se negó a correr. Le sancionaron y su carrera terminó prematuramente a los 23 años. Nadie es capaz de imaginar hasta dónde podría haber llegado Jesse Owens en un mundo sin racismo.