En este país uno es monárquico o republicano, de izquierdas o de derechas, del Barcelona o del Madrid, de Cola Cao o de Nesquick, de Fanta de naranja o de limón. Así son las cosas. En España, a menudo, hay que optar por profesar el mourinhismo, el torrismo o el guardiolismo. Uno tiene que elegir religión. No vale quedarse en medio. Eso, dicen, es de gente sin personalidad. ¿Cómo es posible que alguien disfrute con el fútbol de Pep y, al mismo tiempo, reconozca lo hecho por Mou en el Inter o el Oporto? Eso es inconcebible para algunos. En fin, qué se le va a hacer. El caso es que esa necesidad por tocar los extremos ha derivado, en muchas ocasiones, en lo absurdo. Por ejemplo, en que Fernando Alonso haya coleccionado seguidores acérrimos o detractores –o, por utilizar la terminología actual, ‘haters’–. Aunque, eso sí, estos últimos no aparecieron después de que el asturiano ganara la primera carrera del mundial de resistencia en las 6 horas de Spa.
Este fenómeno, en realidad, sólo se da en España. ¿Se imaginan a los franceses esperando con confeti la eliminación de Tony Parker en los playoffs de la NBA o a los alemanes aguardando con la guadaña las roturas de motor de Sebastian Vettel? Seguro que no. Eso, más allá de los Pirineos, no ocurre. Los deportistas pueden ganar o perder, pero encuentran el apoyo de los suyos. Aquí, sin embargo, durante mucho tiempo, cada tropiezo de Fernando Alonso se celebró. Sí, de él se dijo que era gafe –aunque hubiera ganado dos Mundiales de Fórmula 1– o que era un quejica –sin analizar las razones por las que levantaba la voz–. Eso, no hace tanto, era tradición. Carrera del asturiano, abandono y carcajada. Ahí estaban las redes para retroalimentarse de comentarios injuriosos.
Y, mientras, otra legión de seguidores lo defendía. Daba igual que quedara lejos de los puntos o que abandonara en cada Gran Premio. Para ellos, era un genio. ¿Y estaba justificado? Seguramente, no. Ni Fernando Alonso es un piloto sobrehumano ni tampoco es un gafe. Ha ganado cuando ha tenido un buen monoplaza –como se ha podido comprobar en las 6 horas de Spa– y ha perdido cuando no lo tenía –parece algo lógico, aunque no sea lo más popular–. Pero, díganme, ¿es más normal apoyar a uno de los tuyos cuando las cosas no funcionan –aunque sea de forma excesiva– o atacarlo a la mínima que vienen mal dadas? En Inglaterra, donde los pitos se castigan con aplausos de los compañeros de grada, no tendrían dudas. ¿Y en España? Ya está visto.
Alonso tiene a sus detractores. Sí, ahí están. A veces, escondidos, aguardando el resbalón. Como lo han estado los de Contador durante mucho tiempo o los de Jorge Lorenzo. Hay una parte de la sociedad, por lo que sea, que tiende a ponerse en contra de sus deportistas. Es más, esa misma España suele, a veces, de forma irracional –no se puede explicar de otro modo– celebrar las victorias de Valentino Rossi o de Roger Federer antes que las de los suyos. ¿Es lógico? No parece. Pero sucede. Aunque, esta vez -ya decimos-, tras la victoria de Alonso, no aparecieron. ¿Dónde estaban los ‘haters’? Puede que disfrutando de la carrera de Fernando. O quizás pensando que, en el fondo, no tiene ningún sentido oponerte a los tuyos. Ojalá.