Quiso el verano –sin quererlo– huir del cauce habitual, sorprender con el fichaje más caro de la historia del fútbol, ver a Bolt claudicar frente a Gatlin, dejar a Mo Farah sin oro en 5.000 en el Mundial de Londres y observar a Garbiñe alzarse sobre Venus Williams en Wimbledon. Probó el estío a ser diferente, a pasar a la historia como novedoso. Sin embargo, de entre todas esas ‘extrañezas’ inesperadas, se guardó la última para finales de agosto. Programó, por orden del negocio y el invento, el combate entre Mayweather y McGregor. Es decir, una pelea entre un notable luchador de MMA (Artes Marciales Mixtas) y una leyenda del boxeo, campeón en cinco categorías diferentes. Pero, en este caso, no hubo impacto visual. Ganó por K.O. técnico el estadounidense y, de paso, superó el récord de imbatibilidad de Rocky Marciano (50-0).
Antes, en el ring, no hubo fraude. Nadie quedó en ridículo. Ni los promotores, ni los contendientes, ni el público. Los organizadores, en la previa, prometieron espectáculo. Y lo hubo, tanto deportivo como visual. Sonó primero el himno de Irlanda, interpretado por Imelda May, y después fue el turno del de Estados Unidos, a cargo de Demi Lovato. Pero mucho antes, los famosos, los otros protagonistas de la velada, ya habían tomado asiento. Se dejó ver Tyson y estrellas de la NBA como Lebron James o James Harden. Y con la purpurina lista y las celebrities dándole brillo a la noche, el escenario cedió el testigo a los luchadores.
Apareció primero McGregor, con el torso desnudo, la bandera de Irlanda al hombro y gesto serio. The Notorious había sido invitado a la fiesta, pero con todo en contra. Él, campeón de peso ligero y pluma en la UFC (Ultimate Fighiting Championship), principal promotora de las MMA, se tiró a la piscina sin agua. Ofreció su cuerpo en un ring reglado bajo las normas del boxeo. De ahí sus sudores iniciales, su cara desencajada y sus muecas. “¿Y si no estoy en el lugar adecuado? ¿Y si me la he jugado demasiado?”, debió pensar. Pero entró. ¡Y vaya que si lo hizo!
Por la esquina contraria sacudió su brillo Money Mayweather. Sin miedo en el rostro, con una sonrisa, disfrutando de lo que estaba por venir. Muy al contrario que su rival, él comparecía en su casa, con las chanclas en el suelo, el mejor pijama dispuesto para la ocasión y la televisión encendida. Llegaba tras igualar el récord de Rocky Marciano (49-0) y estaba en disposición de superarlo. Y, además, en teoría, en un combate fácil. “¿Qué podía salir mal?”, se diría a sí mismo. Y en esas enfiló hacia el ring, tapado bajo un gorro, con un pasamontañas y un calzón vestido con pepitas de oro.
A partir de ahí, lo imprevisible. Se apagaron las luces, sonó la campanilla y el foco buscó a los gladiadores. Pese a todo, ni la pelea fue un circo ni McGregor un muñeco en manos de Mayweather. El irlandés bailó bajo el ritmo de los primeros compases, dispuso su pose de luchador y atacó. Sin pensárselo. Con su envergadura, mayor que la de su oponente, y sus brazos, más largos, dejó en catarsis inicial a Floyd. Pero esO fue sólo que el arranque.
“Ese era mi plan, dejar que gastara los golpes fuertes y después atacar”, reconoció Mayweather tras acabar el combate. Y, seguramente, así fue. Pero eso no evitó un cierto murmullo entre el público. “¿Y si resulta que Conor da la sorpresa? ¿Y si gana?”, pensó el respetable durante buena parte de la velada, y no sin razón. Con McGregor lanzando el puño y el juez permitiéndole ciertas licencias, el irlandés mantuvo el tipo. Sonrió durante algún tramo, escondió los puños en la espalda buscando la reverencia de su contrario y consiguió enfadar a Money. Buscó ir contra lo establecido, y no le salió mal durante buena parte del combate.
Pero, claro, Mayweather no quiso dejar margen a las dudas y, pasado el cuarto asalto, dejó de esconder los puños para lanzarlos a la cara del irlandés. Un, dos, tres; un, dos tres… Y el combate se fue hasta el noveno asalto, con Money como una rosa y McGregor deambulando por el ring, náufrago de su propio esfuerzo, víctima de sus golpes al infinito y su deformación profesional. Y ese fue el principio del fin. Conor compareció hasta el décimo, pero lo hizo por inercia. Y Mayweather, que lo vio moribundo, cogió el estoque y acabó con él. "K.O. técnico", anunció el juez. Y se acabó.
“No es tan rápido como dicen, no es tan poderoso, no es para tanto –bromeó el irlandés–, os dije que estaría igualado y no he pisado el suelo”, sentenció McGregor. Pero lo cierto es que el show duró hasta que Mayweather decidió darlo por terminado. Sólo así se puede explicar lo ocurrido en su último combate (“prometo que no vuelvo”, reconoció al final). Con 40 ‘tacos’ y tras dos años retirado, volvió para superar el récord de Rocky Marciano y, de paso, acabar con un K.O. técnico frente al irlandés (no lo hacía desde 2011, cuando venció a Víctor Ortiz en el cuarto asalto). Aumentó su leyenda, quiso disculparse ante el boxeo (“creo que no le he faltado al respeto con este combate”) y acabó con un show en el que los dos salieron bien parados. Mayweather, en lo deportivo; y McGregor, en lo social. Compareció, luchó y no hizo el ridículo. Su imagen no queda dañada. Y, además, con 100 millones de dólares más en sus respectivas cuentas. Y sí, hubo dinero -mucho dinero-, pero también un buen combate.
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