En los Juegos Olímpicos de Sochi de 2014, antes de que una joven patinadora irrumpiera en la pista de hielo, la canción que sonaba desde el sistema de megafonía sobrecogió a los allí presentes. Retumbaba entre el frío del ambiente un tema bonito, estremecedor, que a través del rasgueo de los violines mordía y curaba a partes iguales. Todos lo conocían: era la banda sonora de La lista de Schindler, la película que dirigen Spielberg sobre el holocausto nazi. Ahí, sobre las nevadas montañas del Cáucaso, John Williams, casi 20 años después del estreno del filme, sacudía de nuevo con sus imponentes notas los ánimos de sus oyentes, quienes, sorprendidos, contemplaban desde sus asientos cómo una adolescente entraba al hielo vestida con un elegante abrigo rojo que evocaba a la niña del abrigo granate de la obra de Spielberg.
Los murmullos comenzaron a colmar el interior del Palacio de Patinaje Iceberg: la Alemania nazi se colaba entre los bailes y los pasos de unos Juegos Olímpicos. Sin embargo, cuando la polémica parecía la protagonista de todas las conversaciones, la infante Yulia Lipnitskaya, subida a sus patines, silenció cualquier comentario. Nadie dijo nada. No hizo falta. En el momento en que la rusa empezó a deslizarse por el hielo la conmoción inicial cedió ante los aplausos de un público entregado a esa cría de 15 años y 240 días. La niña prodigio sumó diez puntos decisivos y derrotó a la estadounidense Gracie Gold y a la italiana Valentina Marchei: había conquistado el oro. Su equipo la felicitaba, Putin la felicitaba, los espectadores la veneraban. Se acababa de convertir en la ganadora más joven de la historia del patinaje artístico, después de destronar a la estadounidense Tara Lipinski, vencedora a los 15 años y 255 días.
La fama le daba la bienvenida mientras su inocencia y la infancia la despedían. Ya no había marcha atrás. De ahí en adelante las exigencias del deporte de élite la atraparían. Y ni ella ni nadie serían capaces de frenar ese mecanismo que, a golpe de éxito, se engrasaba. Después de Sochi, Lipnitskaya sufrió de forma progresiva un declive emocional que no pudo soportar. No participó en el Campeonato de Europa que se celebró en Estocolmo y quedó en novena posición en los nacionales. Un año después de su ascensión, su carrera comenzó a dar los primeros síntomas de debilidad. “No tengo libertad y tengo que justificar todo. Vivo en continuo estrés. Esto no es vida”, declaró.
Tres años después, ese deambular por los distintos círculos del infierno ya ha llegado a su final: su madre, el máximo apoyo de la patinadora más prometedora del patinaje ruso, ha anunciado su retiro. ¿La causa? La misma que le llevó al Olimpo: la exigencia que, exaltada por la presión exterior y los cambios físicos que se derivan del transcurso de la juventud, ha derivado en anorexia. La campeona se obsesionó con su peso: conservar la línea era fundamental para el desempeño de una actividad en la que, asume Adrián Quevedo, psicólogo deportivo y especialista en anorexia del centro Lagasca, se busca la extrema perfección: “Cuando uno busca la perfección a través de algo imperfecto como las personas sobrepasa ciertos límites para alcanzar esas cotas, y por eso nos exponemos a dietas y ejercicios radicales que pesan demasiado sobre algunas personas que al final dejan el deporte de un día para otro”.
Como le sucedió a Lipnitskaya, aunque ella no abandonó su pasión de la noche a la mañana: tres meses antes de comunicar la noticia ya fue ingresada en una clínica para tratar su enfermedad. No podía más: el estrés la había devorado. Y cuando eso se produce, “se genera un incremento de la activación que puede acelerar los estados de ansiedad, revolviéndonos no sólo a nivel mental, sino también a nivel fisiológico”, afirma Carlos Rey, psicólogo deportivo del centro UPAD de psicología y coaching. Entonces “el organismo se prepara para las viejas respuestas: luchar o huir”. Muchos no superan esta encrucijada y sus comportamientos devienen en otras reacciones. Los trastornos alimenticios son algunas de ellas. “La anorexia es una manera de regular nuestras emociones. Si yo me siento muy presionado, una forma de dejar de sentirme así es 'dejo de comer, tengo más dolor físico y me centro en el dolor físico de dejar de comer y ya no estoy tan centrado en la presión'”, apunta Quevedo.
En general, quienes caen en estos hábitos presentan el mismo cuadro: son deportistas -resume Quevedo- con baja autoestima, que sufren una alteración de la percepción corporal y gestionan sus emociones por medio de la alimentación. Y recuerda: “La anorexia nunca ayuda, sino que penaliza, a pesar de que la gimnasia prime los cuerpos estéticos y delgados, el ayuno sólo afecta la salud y, por tanto, a las prestaciones”. A esta enumeración Rey añade: “Estas personas quieren hacer todo lo que está en su mano para rendir más, poseen baja sensación de control y, además, suelen ser muy victimistas”. Es decir, culpan a los factores externos de afecciones que no saben controlar.
En el caso de los deportistas de máximo nivel, es cierto que existen muchas circunstancias exógenas, “como las asociadas al público, al momento de la competición, incluso a la popularidad y la fama”, pero al final -defiende Rey- quien tiene la última palabra, el dueño de sus actos, “es el deportista”.
Cuando el deportista profesional “pierde su sensación de control” carece de los recursos necesarios para gestionar la presión del entorno: “El que es frágil no puede rendir al máximo”. En conclusión, sintetiza Rey, que “no es la situación que estés viviendo la que desencadena estas enfermedades, porque todos tenemos una libertad interior para darle el significado a las cosas, a los problemas”.
Mientras su colega mantiene que un “deportista siempre va a estar presionado, es normal, y si quiere ganar debe sobrellevarlo”, Quevedo considera que el deporte ha alcanzado unas cotas de repercusión excesiva. Y sólo hay un culpable: el dinero. “Cuando el deporte se convierte en negocio, cuando entran los patrocinadores, cuando entran las familias que quieren vivir a costa del deportista, la situación se va de las manos”, por lo que el deportista se ve demasiado exigido. Si, además, la edad del profesional es corta, las dificultades aumentan: “No le puedes pedir a una niña de diez o de quince años que mantenga un ranking, que vaya a entrenar a todas horas, que deje de comer con sus amigos, porque no va a saber manejarlo”, advierte el psicólogo ante una realidad que ya inquieta. En los últimos Juegos Olímpicos, los de Río 2016, la nadadora Gaurika Singh compitió con tan solo 13 años y el arquero Ricardo Soto lo hizo con 16, la misma edad que Laurie Hernández, la gimnasta estadounidense que contribuyó a que su selección se hiciera con el oro en el concurso por equipos.
Sumados a los factores externos, los internos también dificultan una gestión propicia de la competitividad y del éxito. El principal: la “ultraexigencia, que te puede pasar factura”. El paradigma por antonomasia de este fenómeno golea con el Real Madrid: “Tienes un tío como Cristiano Ronaldo, que ya ha llegado a su límite. Por edad y por físico, ya no puede llegar a más”. “Si crees que eres perfecto, nunca llegarás a serlo”, proclama el portugués en uno de los muchos anuncios que ha protagonizado como imagen de la firma deportiva Nike. Sin embargo, la perfección, como diría Aristóteles, “se encuentra en el término medio”.