Joana Pastrana, de camarera a tricampeona del mundo de boxeo
Empezó jugando al fútbol y haciendo muay thai. Puntual y rigurosa, ganó su tercer título Mundial contra Ana Arrazola.
11 marzo, 2019 00:38Noticias relacionadas
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Joana Pastrana (Madrid, 1990), fuera del ring, dice tener dos ángeles. Ambos, por separado, la convencen a diario para que sea una “buena chica”. Y, en efecto, lo es. Se levanta temprano, cumple rigurosamente con la dieta, acude puntual al gimnasio, golpea fuerte cuando se lo pide Nicolás González (su entrenador) y acude a los combates preparada. Hace los deberes y, cuando toca, aprueba. Eso sí, sobre el tapete, entre las 16 cuerdas, esos querubines alados se convierten en demonios. Y los dos le piden lo mismo: que “machaque al rival”. Como hizo el sábado pasado contra Ana Arrazola, proclamándose por tercera vez campeona del mundo.
Quién se lo iba a decir a ella hace años, cuando se buscaba las ‘castañas’ como camarera. O mucho antes, cuando, en Pan Bendito (Carabanchel), llegó al boxeo por casualidad. Seguramente, nadie lo imaginó. Ni siquiera ella, que se crió en el barrio, de un un lado para otro, llevando a su madre “por la calle de la amargura”, con nervio y picardía. Ella, en fin, era un trasto. De pequeña, compaginaba las regañinas con sus propias hazañas, como encerrar a su hermana en la cesta de la ropa sucia. Lo normal para una niña que entonces era completamente ajena al boxeo. Eso vino después.
Primero, Joana fue futbolista. Jugó, unas veces, de lateral y otras de punta, pero sólo por un tiempo. Un día, en la sierra, a donde se fue a vivir con 13 años con sus padres, hablando con amigos, decidió apuntarse a un gimnasio. Empezó haciendo muay thai y, aunque no se le daba mal, lo dejó. Por entonces, ya trabajaba de camarera y pasaba mucho tiempo de pie. Por eso, decidió apuntarse a boxeo, donde sólo tenía que utilizar los puños.
Empezó a entrenar y, un buen día, le ofrecieron disputar su primer combate. Lo ganó por KO. Aquel día, muchos pensaron: tiene condiciones para ser una buena boxeadora. Seguramente, para ser campeona de España. Quizás, incluso, para atarse el cinturón continental. Lo que nadie pensó es que fuera a ser la primera española tricampeona del mundo de boxeo en peso mínimo por la IBF (Federación Internacional de Boxeo). Y ella, obviamente, tampoco.
Bastante dura era su vida por entonces. Se levantaba a las 7 de la mañana y terminaba su jornada laboral como camarera a las 6 de la tarde. A veces, incluso, tras algún incidente. “Con el alcohol de por medio, cuando a uno le gusta beber, mete la pata, pero nunca tuve problemas demasiado graves. Un par de voces y ya está”, comentaba en una entrevista con EL ESPAÑOL. Después, se iba al gimnasio. Entrenaba, entrenaba y entrenaba. Hasta que pudo dejar el bar para dedicarse exclusivamente a lo que más le gustaba: el boxeo.
Desde entonces, encadenó combates hasta pelear por el campeonato de Europa en Alemania con Tina Rupprecht. Pero le salió mal. En el segundo asalto, no ejecutó bien el golpe. Se rompió el segundo metacarpiano de la mano. Aguantó 10 asaltos con la mano rota y terminó la pelea. Después, fue al hospital. La tuvieron que operar. Estuvo cinco meses en el dique seco. Entonces, llegaron las dudas. ¿Y si no volvía a pelear por un cinturón continental? Pero aquel pensamiento le duró lo mismo que sus últimos rivales: nada.
Se recuperó y se proclamó doble campeona de Europa –primero con una victoria sobre Sandy Coget y después contra Judit Hachbold–. Su caché empezó a crecer, pero todavía era una desconocida. Se dedicaba, íntegramente, al boxeo, pero el gran público todavía permanecía ajeno a sus hazañas. Joana Pastrana todavía no había sido reconocida ni por el público ni por los medios de comunicación. Las peticiones de entrevistas eran mínimas y los patrocinadores exiguos.
Todo eso cambió con su primer campeonato del mundo contra Oezlem Sahin. En Alcobendas, con el pabellón José Caballero prácticamente lleno, ganó a los puntos. Por primera vez, cogió el cinturón mundial. Lo miró a los ojos, le juró fidelidad eterna y se lo cosió a la piel. “No te dejaré escapar”, le debió decir. Y no lo ha hecho. Conseguido el primer objetivo, se lanzó a por el segundo: revalidar el título.
Antes, eso sí, el público empezó a reconocerla. Multiplicó, exponencialmente, su presencia en medios. Sumó patrocinadores (siempre con Capitán Mani y Oysho Sports como sponsors) y peticiones por parte de las autoridades. Fue sumando, progresivamente, trofeos institucionales (como el Nacional del Deporte) y deportivos. Y, aprovechando la corriente, disputó por segunda vez el campeonato del mundo después de convertirse en espartana en el videojuego Assasin’s Creed. Y volvió a alzar los brazos. Acabó con Thaweesuk por Ko con unas zapatillas de Goku.
Pero, entonces, llegaron las curvas. Hasta entonces, había disputado todos sus campeonatos del mundo en el pabellón José Caballero de Alcobendas (Madrid). “Nos subieron el alquiler y decidimos irnos a otro sitio. El apoyo era nulo”, reconocía Álvaro Gil-Casares, su representante, en conversación con EL ESPAÑOL. Dicho y hecho. Joana buscó acomodo en Moralzarzal, al pie de la sierra. Y el cambio, a la postre, ha sido todo un éxtito.
En Moralzarzal disputó su tercer campeonato del mundo, con otras zapatillas (estas de capitana Marvel) y la presencia de la waterpolista Jennifer Pareja y María José Rienda, presidenta del CSD (Centro Superior de Deportes). Se subió al ring, miró a los ojos a Ana Arrazola y, como la superheroína que es, machacó a su rival. Ganó a los puntos sin titubear un mínimo. De nuevo, volvió a retener el el cinturón. Como siempre, alzó los brazos, buscó a su pareja fuera del ring y mandó un mensaje, un golpe directo al corazón de España: “Si a la gente le gusta, si quiere esto, seguiremos celebrando campeonatos del mundo”. Y ella, le faltó añadir, los seguirá ganando hasta convertirlo en una rutina. Bendita sea.