Perdió Nueva Zelanda, el equipo más emblemático del planeta. Solo los All Blacks consagran su vida a la búsqueda de la perfección y tienen una conexión tan íntima con un pueblo. Una travesía de diez años y dos mundiales les convirtieron en un equipo inexpugnable e irreductible, temido y admirado. En la sublimación del rugby. Hasta ayer, cuando Inglaterra realizó una de las mayores hazañas de su historia deportiva.
Contra pronóstico, el XV de la Rosa dominó al equipo de nuestros antípodas en un encuentro soberbio y electrizante. Una obra maestra del juego que apasiona a millones de personas en el mundo, en el que el respeto sigue siendo la virtud predominante y sus ceremonias el escenario en el que se manifiesta.
Y por ahí empezaron los kiwis a perder el partido. Para asistir al protocolo de su ancestral haka, los ingleses se dispusieron en forma de punta de flecha, tan amplia que parecía aspirar la agrupación de los All Blacks. Nunca un equipo se había atrevido a desafiarlos de forma tan directa antes de comenzar un encuentro. Y no sólo fue una artimaña de su entrenador, el ínclito Eddie Jones. Inglaterra se lanzó de forma furiosa y ordenada a por la victoria desde los primeros compases en los que consiguió ensayar. La batalla había comenzado.
Carreras vertiginosas, choques violentos, saltos y caídas espeluznantes, jugadores entregados sin reserva a la búsqueda del oval y a la caza del oponente. Sudan, golpean, sangran, se lesionan y lloran cumpliendo siempre el reglamento estricto. Un juego cuyo atractivo reside también en la doma de tanta energía desbocada por parte de una autoridad que no es de este mundo, pues ni siquiera se la puede replicar, mucho menos recusar.
Tampoco mencionar, aunque anulara dos ensayos de los ingleses por un quítame allá esas pajas en un océano de agarrones, placajes y embestidas. Ni pestañearon los perjudicados por lo que en cualquier otro deporte hubiera significado una rebelión en el césped y un alud de críticas instantáneas.
Al contrario, entre tanto contacto desplegado por estos formidables deportistas -cada vez más fuertes, rápidos, valientes y duros-, apenas surge algún roce que en seguida despejan los colegas de uno y otro equipo. Y a seguir jugando con deportividad y fiereza arrolladora. Mientras, las aficiones, con mucho disfraz en la grada, ríen, cantan, celebran y beben cerveza, animando a los suyos sin poner nunca en entredicho la obligación al respeto que de igual forma les incumbe.
La segunda parte continúa a ritmo infernal. La mayoría espera que Nueva Zelanda arrolle a su rival en los últimos veinte minutos, como tantas otras veces. Pero la determinación de los ingleses es imperturbable, anclada en las raíces del país que inventó el rugby y en el plan de su entrenador. Por una vez, han dejado sin respuesta al mejor equipo del mundo, que acepta la derrota con rostros transidos de decepción, unos mirando al cielo y otros al césped.
No era lo que esperaban: soñaban con el tercer título mundial consecutivo para ofrecérselo a un país que vive el rugby como un credo. Tampoco sus rivales saltan de alegría ni se abrazan de inmediato como era de esperar. Aceptan la victoria con tranquilidad para felicitar, casi consolar, a sus rivales.
Solo cuando salen de los límites del terreno de juego se abrazan con algo más de efusión, sin perder nunca el comedimiento, a despecho de haber conseguido una hazaña que está ya en la portada de los periódicos ingleses y de medio mundo. Así ocurre cuando las leyendas se paran en seco, cuando una nación entera se lamenta. Y cuando se apagan los focos, millones de neozelandeses lloran su derrota, mientras millones de ingleses celebran su victoria tras un encuentro ejemplar por el despliegue de fuerzas y de educación. Así fue, así es y así debe seguir siendo. ¡Dios salve al rugby!