El grito que rasga la tarde es propiedad de Novak Djokovic, campeón del Mutua Madrid Open (6-2, 3-6 y 6-3 a Andy Murray) y de nuevo líder histórico en número de Masters 1000 (29, rompiendo el empate que desde Montecarlo mantenía con Rafael Nadal). Lo que sale de la garganta del campeón de 11 grandes es alegría a borbotones, un alivio exhibido sin barreras tras llegar al triunfo por el camino más complicado (levantando siete bolas de rotura con 5-3 en la tercera manga). El paraíso sabe mejor tras una tortura.
El serbio, que en algo más de cuatro meses de temporada ha sumado cinco títulos (Doha, Abierto de Australia, Indian Wells, Miami y Madrid), celebró en la Caja Mágica algo más que otro trofeo: después de patinar en Mónaco (perdió en el debut contra el checo Vesely), dio otra demostración de liderazgo. Su victoria en Madrid despejó cualquier incógnita alimentada por la derrota de hace unas semanas: Djokovic sigue siendo el jugador a batir y está a años luz de sus competidores.
La final se jugó al descubierto, sin rastro de la lluvia que cayó con fuerza durante todo el día. “¡Nole! ¡Nole!”, cantó la grada desde el arranque del partido, posicionándose del lado del número uno del mundo sin medianías. No fue algo casual. Desde su llegada a Madrid, el serbio puso todo de su parte para ganarse el cariño de la gente. Tan pronto se dedicó a interactuar con los aficionados en los entrenamientos como se atrevió a hablar en castellano en sus entrevistas, haciendo un guiño constante a un público que le abucheó en 2013, cuando se despidió en su estreno ante el búlgaro Dimitrov.
De entrada, Djokovic abrió brecha en el marcador con golpes afilados como cuchillas. De línea en línea, el campeón de 11 grandes consiguió romper el servicio de Murray cuando los rivales todavía no habían roto a sudar y condicionó el desarrollo del parcial inaugural, sentenciado en un visto y no visto (5-1 en algo más de 20 minutos). Ni mala sangre demostró el británico, acostumbrado a exhibir su mal genio cuando le vienen mal dadas, enseñando los colmillos y cruzando la línea roja de los insultos con frecuencia.
Petrificado por la salida en tromba de Nole, el número dos no tuvo capacidad para contrarrestar los golpes de su rival. Como si le hubiesen dado calambres en la recta final de un maratón, a Murray no le reaccionaron las piernas y eso le calcinó la cabeza, garabateada por pensamientos negativos que le llevaron a arrancar a trompicones el segundo set. ¿Qué ocurrió entonces para que cambiase el encuentro de esa forma tan radical? ¿Cómo pasó el serbio de tener la final controlada a verse amenazado? ¿Dónde estuvo la razón de ese enredo?
Con el título a tiro, sin hacer nada impresionante para acercarse a la copa, Djokovic bajó dos marchas. Reducir su nivel de exigencia le costó un break (que entregó con una doble falta) y casi le cuesta algo más. Eso fue suficiente para que Murray se agarrase al encuentro, reclamando el título que levantó en 2015. El británico, que ganó el segundo set y puso el cruce en un puño, jugó por momentos como en la semifinal ante Nadal, aprovechando su derecha paralela para zarandear las portentosas defensas del número uno.
Con la alarma encendida, completamente desatado Murray, Djokovic festejó con rabia su primer juego en el tercer set, consciente de que había salvado una situación peliaguda. Le rompió el saque a su oponente (2-0) y respiró aliviado: ya está, todo en orden. Lejos de encontrar la calma que buscaba, Nole entregó esa ventaja con una doble falta (2-2) y necesitó bajar al fango para abrir distancia de nuevo, superando incluso siete bolas de rotura (¡siete!) cuando sacaba por la victoria con 5-3.
Al igual que durante toda la semana, una reveladora estadística explicó el desenlace del cruce. El serbio, un portento de la anticipación y los reflejos, golpeó más del 60% de sus tiros en trayectoria ascendente, cuando la pelota estaba en plena subida. Eso es una demostración de confianza como pocas, similar a tirarse al vacío con los ojos cerrados o ponerse delante de un tren con los brazos abiertos. Traducido en el juego, Djokovic le quitó un tiempo vital de reacción a Murray, obligándole a ir a contracorriente hasta caer derrotado, privándole de la iniciativa y finalmente de la copa.
Tras el partido, una verdad irrefutable. El 2016 de Djokovic lleva el mismo sello que su 2015: el número uno está por un lado y por el otro vienen el resto, a una distancia sideral. Que pierda un partido no es imposible, pero sigue pareciendo un milagro. Nole no es un jugador, es una apisonadora que en la mano lleva una raqueta. Está destinado a marcar época.