La desesperación tiene sabor amargo, posiblemente más que la derrota. Con los últimos rayos de sol del día marchándose, Rafael Nadal maldice a los cuatro vientos palabras en mallorquín y golpea las cuerdas de su raqueta. Acaba de dejar escapar cinco bolas (5-7, 5-4 y saque) para empatar el partido de cuartos de final que le mide contra Novak Djokovic en el Masters 1000 de Roma. [Así se lo contamos en vivo]
Tras olvidar que en el primer parcial llegó a mandar por 4-2, el campeón de 14 grandes pierde otro tren que nunca más volverá. La victoria (7-5 y 7-6 en 2h24m) es para el número uno del mundo, que suma siete seguidas sobre el español (igualando su mejor racha, la que consiguió entre 2011 y 2012). A pocos días de que comience Roland Garros (desde el próximo 22 de mayo), el mensaje de Nole es cristalino: quiere el único trofeo importante que falta en mi currículo y está más que preparado para atacarlo.
A primera hora de la tarde, los altavoces vomitan la música de Piratas del Caribe, anticipando una batalla tan épica como las de Jack Sparrow en la gran pantalla. La gente se agolpa por todas partes, incluso en las escaleras de la pista. Nadie quiere perder la oportunidad de ver historia en directo, disfrutando del cruce más largo de siempre (49 encuentros). El partido, uno más entre ambos, es un termómetro que mide a los dos principales candidatos al título de Roland Garros días antes de aterrizar en Francia. Si para Djokovic es importante (en juego la posibilidad de asestarle otro golpe anímico a su rival más directo antes de buscar lo que lleva anhelando desde 2012), para Nadal es vital, envuelto en una tortuosa racha de derrotas contra el número uno. Se juega en Roma, pero inevitablemente se piensa en París.
De entrada, el mallorquín intenta que el pasado no le atormente, busca olvidar las seis victorias consecutivas del número uno, restarle importancia a los 13 sets seguidos que le ha ganado. Eso, claro, es algo que está al alcance de muy pocos. Hay que tener una cabeza privilegiada para ignorar tanto daño y borrar de un plumazo casi dos años de sinsabores (desde la final de Roland Garros 2014 no consigue un triunfo frente al serbio). Djokovic es la bestia negra de Nadal, el jugador que se ha entrometido en su decidido camino hacia el Olimpo del tenis, un competidor dispuesto a pagar cualquier peaje para llevar su nombre a lo más alto. En un deporte tan mental como el tenis, donde los detalles dejan de ser secundarios, eso no es ninguna broma.
Así, Nadal le pone al arranque una intensidad descomunal. Está mejor plantado y con las ideas más claras que Djokovic, que arrastra el tono romo de toda la semana. Los golpes del mallorquín son profundos y directos, un puñetazo tras otro a la moral del serbio. Por primera vez en mucho tiempo, a Nole le cuesta tomar la iniciativa en los intercambios. Que su rival se adelante en el marcador (4-2) no es ninguna sorpresa. Que el serbio reaccione, tampoco.
El partido está en llamas, incendiado por los trallazos de Nadal y los alaridos de Djokovic. El serbio, desquiciado, discute con Carlos Bernardes por la marca de una bola, incluso llega a tocar al juez de silla (“no me toques”, le dice el portugués, consciente de que los jugadores lo tienen prohibido y que eso puede acarrearle una sanción). Esa ira endemoniada es la base sobre la que el número uno construye su vuelta al duelo, fabricando una obra de arte que ya figura en lo más destacado 2016.
“Idemo!”, grita Djokovic con las fauces abiertas cuando el reloj no ha descontado media hora, tiempo suficiente para haberle visto las orejas al lobo. Lejos de su mejor nivel en los dos partidos anteriores, el serbio sabe que un resbalón contra Nadal es difícil de arreglar, que no puede empezar a trompicones. El mallorquín no es Stephane Robert, incapaz de jugar suelto con el marcador de cara. Tampoco Thomaz Bellucci, que tras propinarle un 6-0 al número uno se encogió como un jersey de lana al pasar por la lavadora. A Nadal, especialista en convertir una pequeña grieta en las puertas de un palacio, le vale que Nole cometa un error para encontrar esperanza y creer. Con fe, el campeón de 14 grandes es capaz de hacer cosas imposibles y ahí está Djokovic para recordar lo que pasó en muchos de sus cruces anteriores.
Diagnosticado con el síndrome de la página en blanco durante los últimos enfrentamientos con el serbio, Nadal sabe muy bien cómo jugar ahora contra el mayor desafío de su carrera. La confianza de haber competido a buen nivel durante varios torneos seguidos (títulos en Montecarlo y Barcelona, semifinales en Indian Wells y Madrid) han acercado al español a su versión más competitiva, devolviéndole sus mejores tiros, las defensas imposibles y también el olfato estratégico. Si la pista es un tablero de ajedrez, Nadal es Anatoly Karpov en su momento más brillante, leyendo la partida con claridad antes de mover las piezas.
La primera manga es un tributo a los aficionados y un aviso a los que están haciendo otra cosa: mirad este partido, que es una joya de diamantes. Djokovic y Nadal discuten intercambios eternos, llenos de ataques mercuriales y defensas sobrehumanas. Los dos juegan al límite todos los puntos, no hay peloteo donde puedan respirar, pararse a recuperar las fuerzas, llenar los pulmones de energía. Cada pelota de Djokovic lleva un mensaje dedicado al mallorquín: no quiero ganarte, quiero que veas la distancia que hay entre nosotros y que sientas por qué soy el mejor jugador del planeta. Como desde hace tiempo, Nole se empeña en enseñarle al mundo entero lo lejos que está de sus principales competidores. Ante sus máximos rivales (Federer y el español), protagonistas de la carrera por ser leyenda entre las leyendas, el serbio no contempla las medianías: solo le vale ganar, devorar, pulverizar, hacer trizas al otro.
Nadal, que deja escapar un interesante 0-30 con 4-2 y está luego a un punto de colocarse 5-3 con su saque, se encuentra con un Nole desatado, recuperado del inicio titubeante. Entonces, con el mallorquín sacando para jugar el tie-break (5-6), ocurre lo increíble. El serbio está a una bola de ganar el parcial inaugural al resto y la gente ve a Djokovic vestido de Nadal, corriendo a por dos remates definitivos, devolviendo una bola junto a la publicidad del fondo de la pista, acelerando luego hacia la red para llegar a una dejada y volear acrobáticamente, exhibiendo más reflejos que un piloto de Fórmula 1. El grito de liberación que se propaga por la pista es del serbio, que enseña los colmillos cuando el primer set ya está bajo sus brazos.
El golpe es un sorprendente estímulo para Nadal. Estoy jugando mejor que nunca, tengo que seguir así, debe repetirse el balear. El premio llega inmediatamente: el español consigue arrebatar el saque de Nole y colocarse 2-0, diluyendo en un segundo la mala gestión del parcial anterior. A Nole le sienta como una patada en el estómago.
El serbio tira la raqueta al suelo y la estrella después contra el banquillo, provocando los abucheos del público. Nadal pide que venga el fisioterapeuta porque le pasa algo en su pie izquierdo (“siento como si tuviera el pie muerto. No siento el pie”, explica mientras le quitan una venda compresora que tiene bajo el calcetín). En cualquier caso, el break es suyo y la brecha que mantiene en el marcador le da alas para pensar en un parcial decisivo, en llevar a Djokovic más allá del límite que ambos han traspasado.
Con el encuentro en un suspiro, el número cinco tiene cinco bolas de set sacando con 5-4. Todo indica que ganar esta batalla obligará al campeón a domar el tercer set. El mallorquín, sin embargo, no puede romper ese bloqueo (14 sets seguidos perdidos ante Nole). Las cinco bolas se van por donde han llegado, provocando un desenlace evidente: aunque llega al desempate, el español se inclina porque ha dejado pasar una oportunidad de oro.
La buena noticia está a la vista: a este nivel, jugando como en Roma, está más que listo para intentar recuperar el título en París. La mala, también: ni jugando como los ángeles le bastó para doblar las rodillas de Djokovic, el indomable.