Lo que tiene que pasar acaba pasando, antes o después. No hay lógica más aplastante que esa. En Wimbledon, Serena Williams venció 7-5 y 6-3 a Angelique Kerber y logró algo inevitable al levantar su séptimo título en el torneo: a los 34 años, y tras perder consecutivamente dos finales de Grand Slam (Abierto de Australia y Roland Garros, ambas en 2016), la estadounidense igualó finalmente los 22 grandes de Steffi Graf (récord de la Era Abierta, instaurada en 1968), haciendo eterno su lugar en la historia. Ahora, a Serena solo le queda un reto por delante: soñar con superar algún día los 24 de Margaret Court, líder absoluta de todos los tiempos.
“Es un gran alivio, es obvio”, dijo luego la número uno, visiblemente contenta con el triunfo. “He sentido mucha presión, también porque yo he puesto esa presión sobre mí misma”, prosiguió la estadounidense. “Mi objetivo es ganar al menos un grande al año. Estaba sucumbiendo a la presión”, insistió. “Una cosa que aprendí el año pasado es a disfrutar del momento. Definitivamente voy a disfrutar de esto”.
La final arrancó con el último precedente entre ambas bien fresco, el título que la alemana le arrebató a Serena a principios de temporada en el Abierto de Australia, destrozando el primer intento de Williams por alcanzar a Graf. No hay mayor motivación para la estadounidense que ese: demostrarse a sí misma que es capaz de enfrentarse a sus propios miedos y salir vencedora, como pasó en Londres.
El correoso juego de Kerber chocó de frente con el agresivo planteamiento de la número uno, decidida a llevarse la final por la fuerza. De esa colisión de estilos nació un encuentro formidable, fantástico en las formas e imprevisible en el fondo. Con unos pulmones de velocista, habituales en ella, la número cuatro salvó las tres primeras bolas de rotura del cruce en el juego inicial de la final y se soltó para jugar de tú a tú con la favorita, aprovechando como siempre sus efectos de zurda para intentar acorralar a Williams por el lado de su revés, quizás el costado más débil de su oponente.
¿Qué pasó entonces? ¿Cómo pudo Serena escapar de la granítica aspirante? ¿Cómo esquivó el fantasma de Graf? Ocurrió lo de tantas otras veces: Williams supo gestionar mejor la presión cuando el marcador se apretó en los momentos clave, los que acaban decidiendo un partido. Así, con 5-5 en la primera manga, la estadounidense consiguió un break que le dio medio título, amarrado en un segundo set que sumó de un tirón, sin detenerse a pensar en la copa que tenía en la palma de la mano.
Con un servicio temible (13 saques directos) y unos golpes abrumadores (39 ganadores por los 12 de su rival), Serena fue imparable incluso para Kerber, que se llevó los aplausos de la grada después de protagonizar algunas recuperaciones increíbles, pelotas muertas que devolvió a la vida desde lugares imposibles de la pista exhibiendo un portentoso físico. Eso, claro, no bastó para frenar el hambre de la número uno, una campeona indiscutible. Tirada sobre la hierba, Serena celebró el presente, pero posiblemente también el futuro: liberada de la presión de empatar a Graf, la estadounidense tiene vía libre desde hoy mismo para envolver en oro su leyenda. Y a ver quién puede detenerla.