Durante los cuartos de final de Roland Garros, unas imágenes alarmantes. Rafael Nadal golpeándose la frente con la palma de la mano y resoplando con fuerza. Rafael Nadal mirando a los suyos con preocupación, pidiendo auxilio con los ojos. Rafael Nadal fallando un tiro, otro y otro más, y así hasta sumar 23 errores no forzados en encuentro lleno de imprecisiones. Rafael Nadal desdibujado en la Philippe Chatrier, la pista más importante de su carrera en la que Diego Schwartzman puso fin a su racha de sets ganados en el torneo (37, desde 2015), le tuvo dominado (6-4, 3-2 y saque del argentino) y vio cómo su rival reaccionaba tras una primera interrupción por lluvia (3-0 de parcial para el mallorquín) que desembocó en otra definitiva: el pase a las semifinales se reanudará el jueves por la mañana con Nadal sacando para empatar el pulso (4-6, 5-3 y 30-15) tras sobreponerse a un día de perros.
El Peque planteó un partido valiente, como los más grandes. Jugando con una agresividad desmedida, reventando la pelota a la más mínima, Schwartzman encontró una vía para hacerle mucho daño al español. Nadal no tuvo dónde meterse para salvarse de la ofensiva de su rival, que le atacó desde todos los rincones e insistió especialmente en buscarle el revés, lo que en teoría se debe hacer para evitar su temible drive. Produciendo un tenis brutal, el número 12 consiguió que el campeón de 16 grandes perdiese el control de todas las facetas del juego, convirtiéndose en un tenista muy blandito.
Los méritos de Schwartzman fueron enormes, especialmente al resto. En menos de dos horas, el argentino le rompió cinco veces el saque a Nadal, las mismas que el resto de sus rivales en todo el torneo. Pese a su altura (1,68m), Schwartzman es uno de los mejores restadores del mundo, y eso lo sufrió el español durante el tiempo que pudo jugarse. Sin apenas esfuerzo, el argentino anuló el saque de su rival y se hizo con el mando de los peloteos, desarbolando al español con latigazos que vio pasar a toda pastilla, sin opción de cazarlos.
“¡Agresivo!”, le gritó Carlos Moyà desde la grada al número uno, animándole a soltar el brazo para detener de alguna manera la dinámica del partido tras perder el primer parcial y colocarse dos veces por debajo en el segundo (0-1 y 2-3) antes de la primera aparición por lluvia, que lo cambió todo de arriba a abajo. El balear, que solicitó la presencia del fisioterapeuta en pista para vendarse los dos antebrazos y combatir así la enorme humedad de París (un 70% el miércoles), regresó del vestuario siendo un jugador completamente distinto al que se marchó, posiblemente porque en esa primera interrupción por lluvia escuchó las palabras que necesitaba de su equipo.
En consecuencia, el número uno salió en tromba (3-0 de parcial, rompiéndole dos veces el saque al argentino), se animó como no lo había hecho antes en todo el duelo (“¡vamos!”) y se colocó a dos puntos de empatar el duelo (5-3, 30-15), hasta que volvió a aparecer la lluvia para suspender hasta el jueves a mediodía el partido.