Impulsado por la adrenalina, un aficionado sale disparado de su asiento y el que está sentado detrás agarra el teléfono persiguiendo la foto que en poco tiempo inunda Instagram. Otro aplaude enérgicamente, animando a los que están a su lado a hacer lo mismo. Un cuarto busca en las pantallas gigantes de la pista la repetición de la jugada a la vez que un quinto festeja apurando una cerveza servida en vaso de medio litro. Ninguno de ellos se conoce, pero todos celebran lo mismo: que Rafael Nadal acaba de imponerse a Vasek Pospisil (6-3, 6-4 y 6-2) en la segunda ronda del Abierto de los Estados Unidos. Así es Nueva York de noche: tiembla el suelo, repican los respaldos de las butacas y se desparraman las gotas de ketchup mientras Nadal gana en una jungla que ha convertido en su reino.
“Siempre me ha gustado jugar de noche aquí”, dice luego Nadal, citado el viernes con Karen Khachanov (7-5, 6-3 y 6-3 al italiano Sonego) por el pase a la tercera ronda. “Es cierto que hay mucho ruido desde que la pista está cubierta, pero hay que acostumbrarse. También es verdad que estos dos primeros días me ha tocado jugar en el segundo turno, en el que la pista se queda un poco más fría, pero igualmente me sigue encantando. Aquí tengo una conexión especial con la gente”.
“Es el show americano, lo que hace especial a Nueva York”, le sigue Carlos Moyà, entrenador del mallorquín. “Hoy ha habido un momento en el que la juez de silla ha pedido que el público hablase más bajo, cuando en todos los torneos se pide silencio absoluto”, sigue el ex número uno mundial. “Es el estadio más especial y más distinto de todos, y eso también tiene su encanto”.
Como el día de su estreno, Nadal juega en el último turno de la sesión nocturna. La franja horaria, el deseo de todas las televisiones con los derechos de emisión, es un circo con fieras indomables. No existe en el circuito otro torneo con una noche tan salvaje como la del Abierto de los Estados Unidos. Es imposible encontrar un ambiente parecido al que se crea en la Arthur Ashe, intenso y eléctrico, por momentos un reto para los jugadores. Y no hay un tenista que se haya nutrido mejor de esa energía que Nadal, capaz de apoyarse en el público como nadie.
En la inmensidad del estadio, lleno incluso en los asientos más altos para ver de nuevo al balear, el aspirante se queda muy pronto sin argumentos. Pospisil empieza a perder el partido antes de jugar el primer punto. Son cinco minutos de calentamiento, de peloteo previo al encuentro, en los que el canadiense no da una. Este es un tenista agitado, sobrepasado por el desafío de cruzarse con el campeón de 17 grandes. Este es un jugador que solo puede hacerle daño a su contrario con el saque (12 aces), y lógicamente eso no es suficiente. Este es un rival cómodo, blandito, fácil para que el español avance sin sobresaltos, y la única situación de peligro a la que se enfrenta el número uno así lo confirma.
Un mal juego al servicio de Nadal mete durante tres minutos a Pospisil en el cruce. Sacando para 3-3 en el segundo set, el español entrega un break en blanco cometiendo una doble falta. El despiste deja al canadiense con 4-2. Es una oportunidad fantástica, la ocasión de meterle mano al balear. A Pospisil, sin embargo, le entra un golpe de pánico: pierde el saque tan pronto consigue arrebatárselo a su rival (3-4) y el partido se termina. Nadal hace suyos 10 de los siguientes 12 juegos (de 6-3 y 2-4 a 6-3, 6-4 y 6-2) y llega a la tercera ronda sin un solo rasguño.
La victoria deja señales muy interesantes en Nadal. Durante muchos momentos del partido, el español resta delante, bien metido en la pista, subido encima de la línea de fondo. Esa agresividad es una constante que mantiene con la pelota en juego (26 ganadores), lo que significa que el proceso para automatizar los ataques que necesita camino del título va por buen camino.
Ocurre en la noche de Nueva York y lo ven las casi 24.000 personas que se citan en el corazón de la selva: un día más, Nadal gana bajo las luces a ritmo de rock’n’roll.