Heterogéneo, heterodoxo. Calderón, los géneros
Cuarto Centenario de Calderón de la Barca
2 enero, 2000 01:00Ilustración de Grau Santos
El centenario calderoniano de 1981 (el de su muerte, tres siglos antes) nos lo puso fácil a los estudiosos. Desde la furia integrista y el perfil granítico, católico y sentimental del dramaturgo, la relativización del pensamiento y de las ideologías de la posmodernidad nos condujeron, sin apenas debate, hasta un Calderón víctima de su propia ortodoxia. Traducido a términos políticamente correctos, conocimos a un Calderón no sólo trascendente sino burlesco, vocero de una multinacional llamada monarquía hispánica contrarreformista pero ensartador de frivolidades ordenadas con la matemática perfecta de la comedia de capa y espada o, incluso, de la parodia y el vodevil. Da la sensación, sin embargo, que se trataba de una restauración artificial, repentista. En el centenario que abre o cierra un siglo (tanto da) podemos permanecer en ese sosiego legitimador de una gloria nacional (aunque sea antipática): menos vitalista que Lope, menos irónico que Cervantes, menos mordaz en su nihilismo que Quevedo, pero con una obra tan extensa que aquí y allá ofrece recodos donde camuflar el desconcierto que todavía inspira el dramaturgo a una modernidad que, quizá, ha acabado por admirarlo pero no por sentirlo uno de los suyos. Se olvida, sin embargo, que lo que ha sucedido en los casi veinte años entre un centenario y otro no ha sido tanto una revisión sistemática de su producción desde el punto de vista académico (que también) sino que Calderón ha sido representado de manera más continua; es decir, contemplado en el medio que le es propio: las tablas de un escenario. Y esa es la diferencia y, a mi modo de ver, la reflexión que se espera de en esta nueva efemérides, tan ritual y prescindible como cualquier otra, pero que sabemos inevitable: aprovechémosla, pues, de manera sensata.Ese contacto directo con las tablas y con el espectador es el medio original en el que Calderón fue moderno en su época: así lo vieron y lo aplaudieron la mosquetería de los corrales y la aristocracia de palacio, el pueblo en fiestas y la inteligencia institucional e intransigente de los que presidían, en solemne y siniestra confusión, autos de fe y autos sacramentales. No pudo ni puede haber un solo Calderón: era un Calderón de múltiples géneros, heterogéneo y, por ello, a veces también heterodoxo. Menéndez Pelayo, brindó en 1881por el poeta de la España eterna de los Austrias al que intentaban meter de rondón en una el prestigio cívico los liberales que celebraron aquel pomposo segundo centenario. Pero Calderón no es una máquina de valores universales: es un dramaturgo de textos vulnerables. Es el autor que convierte a una mujer en tramoyera y directora de escena de su propio deseo en La dama duende, que prefigura el enredo de comedia hollywoodense en Casa con dos puertas, que se mofa de la empalagosa retórica petrarquista y platónica en No hay burlas con el amor donde las relaciones entre hombre y mujer se resuelven en un atrevido pragmatismo (pues "temor o atrevimiento / no consiste en otra cosa / que haber o no haber dinero"); el Calderón que en No hay cosa como callar desenmascara al don Juan que divide su quehacer entre el servir al Rey con una cruz de Santiago en el pecho y el violar mujeres en la oscuridad ("que a mi lo mismo me inclina/ angosta una vizcaína/ que ancha una castellana"): la España oficial y la España de uso se pliegan al final en un matrimonio de conveniencia después de haber puesto a prueba el orden social. Y es el mismo autor que sofoca su angustia de existencia en los sobrecogedores (brutalmente racionalistas han dicho algunos) versos silogísticos de Segismundo en La vida es sueño pero que hace estallar al hombre, en una limpia reflexión ética carente de toda simplificación casticista ("un volcán, un Etna hecho /quisiera arrancar del pecho/ pedazos del corazón"). El Calderón que somete el honor de Mencía a la misa negra de un sacrificio sangriento ingerido, bebido por Gutierre en El médico de su honra; el Calderón que construye la tragedia del poder en La hija del aire y que la hace convivir con la razón de estado y la debilidad de la pasión humana en el desastroso fin de la casa de David en Los cabellos de Absalón. Y, junto a ello, el Calderón que abandona la línea de la realidad y crea el apasionante mundo de la ópera mitológica, llena de abstracciones sutiles y de fastuosos efectos especiales para que veamos volar en las máquinas escenográficas de los italianos a dioses y hombres intercambiando juegos de miedos y ambiciones, osadías y ridículos como los príncipes y gigantes, casi títeres de Cachiporra en, por ejemplo Céfalo y Pocris. El Calderón que catequiza, sin resquicios aparentes, en los sermones puestos en aparato escénico de los autos sacramentales, que nos angustia con la cuna y la sepultura de El gran teatro del mundo, que levanta en el propio tablado del Corpus la hoguera de la Inquisición (El cordero de Isaías) pero que a causa de Las órdenes Militares o Las pruebas del Segundo Adán se vio él mismo envuelto en un proceso inquisitorial al usar el escenario como amargo experimento de la feroz realidad circundante: nada menos que poner en escena al mismo Cristo pasando las pruebas de limpieza de sangre y defendiéndose de los pecados originales de sus ascendientes. Un espacio teatral que permite la convivencia de profetas, personajes mitológicos divinizados, reyes, validos: habría que calibrar cuánto pesaría la tinta servil en la pluma de un dramaturgo que llega a convertir al Conde Duque de Olivares en el Hombre que construye en El nuevo palacio del Retiro la fortaleza de la Iglesia habitada y defendida por un Felipe IV confundido de manera nada ambigua con el personaje de Cristo.
Desde que toma el testigo de Lope, quien sin duda inauguró el teatro moderno en España, Calderón lo perfecciona como fascinante mecanismo de precisión institucional, es cierto, pero también como el gigantesco espejo de una España gesticulante que elabora, a falta de un discurso racional e ilustrado, una pantalla de constantes experimentaciones, de vacilaciones y dudas, de mitos y contramitos. Sólo así es posible entender que el cabizbajo sacerdote que nos alerta de las imposiciones del honor y que desde los carros del Corpus llamaba a perseguir A Dios por razón de estado, se permita, dentro del paréntesis carnavalesco que es también el teatro, escribir piezas breves, grotescas e irreverentes: entremeses y mojigangas en los que la honra se pone patas arriba, en donde en medio de un desfile extravagante de platos de la cocina española presidido por Baco, doña Olla Podrida defiende su raigambre tradicional frente a las sofisticadas innovaciones francesas de don Carnero Verde, en donde una mondonguera presume de ser de verdad del linaje de más sangre y en donde un caminante al despertar de la siesta y ver a un grupo de actores vestidos de Alma, Cuerpo, Muerte o ángel teologiza su borrachera reconociendo que, en efecto, "la vida es sueño". Licencias de un discreto, de un asombroso erudito escolástico y de un maestro de retórica que acaso conoció también las propiedades terapéuticas de la risa. Cambio de género, cambio de registro: el mundo como voluntad de múltiples representaciones. En representación, más que en letra, Calderón fascinó a Goethe. Cuando éste vio en Weimar El mágico prodigioso (una de las inspiraciones de su Fausto) comprendió algo que tuvieron que aprender en adelante los románticos alemanes: que Dios no sólo estaba en el conservadurismo patriótico o en el absolutismo legitimista con que los integristas leyeron abusivamente a Calderón sino que Dios estaba en la tramoya. Sin necesidad de trivializar a un dramaturgo que representa, en su compleja contradicción, la herencia de la intolerancia como forma de explicar la realidad, es hora de que, conociendo su constante cambio de ojos para leer el mundo, no sólo le dejemos un dudoso sitio en la modernidad sino que le hagamos, simplemente, nuestro contemporáneo.
Evangelian RODRíGUEZ