Monstruo del teatro. Dirigir a Calderón
Cuarto Centenario de Calderón de la Barca
2 enero, 2000 01:00Ilustración de Grau Santos
Cómo lograr, en pleno marasmo conmemorativo, más allá de los obligados recordatorios, referir la inagotable fuente de teatralidad que las obras de Calderón ofrecen al director de escena contemporáneo, y por tanto al público de hoy?Difícil empeño cuando nuestro autor parece no haberse liberado de una permanente controversia renovada desde el XVIII. Así, mientras la gazmoñería de algunos de nuestros ilustrados condenaba su teatro por sus excesos formales y sus planteamientos indecorosos para con los presupuestos de la escena neoclásica, los sectores más recalcitrantes de la Iglesia también emprendían una virulenta campaña anticalderoniana, pues hallaban en sus obras una peligrosa e incontrolable explosión de fiesta teatral. Desde entonces, Calderón, siempre ha visto, por una razón u otra, matizada, cuando no decididamente negada, su inmensa potencialidad teatral. Y así, hoy en día todavía es frecuente escuchar entre algunas gentes de teatro aquello de que Don Pedro era una autor de derechas, un implacable clérigo, paladín de la causa Contrarreformista y del Orden social establecido, un eficiente artesano teatral que prestó servicio de avieso propagandista de los Austrias.
Esta postura incurre en el error de aplicar unas categorías a unas realidades muy alejadas de nuestro tiempo. Esta visión reductora es un síntoma propio de nuestro tiempo, un tiempo egocéntrico y presuntuoso al que repugna la actitud de ponerse en el lugar de otros esquemas de comportamiento social. De ahí procede el sambenito que actualmente sobrevuela sobre la mayoría de los directores de escena cuando se les presenta la ocasión de montar cualquier texto clásico: hay que adaptar, traducir las situaciones de la obra, para la gente de hoy. Este enunciado da por supuesto que hoy nos resultan indiferentes los códigos sociales, los mitos, los anhelos, el imaginario (como se dice ahora) de nuestros antepasados. Ni siquiera interesan por su supuesta ingenuidad, por una mera curiosidad antropológica. Nada, si no se modernizan, sino se descontextualizan, no sirven.
Todo esto viene a cuento para explicar una de las líneas principales con la que se han afrontado las puestas en escena de Calderón durante este último cuarto de siglo: la actualización por encima de todo. Los resultados han sido muy desiguales; quiero aquí reseñar algunos de los más afortunados, y de los que mi limitada memoria y mi biografía tampoco demasiado extensa me permite evocar. Así el memorable Alcalde de Zalamea, de Jose Luis Alonso; el exquisito Galán Fantasma, de Miguel Narros; la intensa Hija del Aire, de Lluís Pasqual; el escalofriante Médico de su Honra, de Adolfo Marsillach; la perturbadora Vida es Sueño de Jose Luis Gómez; o la más reciente y no menos emocionante Vida, de Ariel García Valdés; además de algún que otro olvido imperdonable.
En fin, al margen de ese otro tópico, que empieza a resultar ya bastante cargante acerca de las maneras de decir el verso, mi opinión es que en líneas generales a Calderón no se le ha representado tan mal como algunas voces agoreras se empeñan en proclamar. Tal vez lo que uno echa en falta es una cantidad mayor de producciones, y por tanto de enfoques diferentes como por ejemplo, los de esas cuidadas y deliciosas aproximaciones de época que también se han sabido realizar con Shakespeare en el ámbito británico. Confieso que estoy deseando asistir en España a uno de esos montajes que despectivamente entre la profesión son tildados de arqueológicos.
Por tanto, queda mucho por hacer. Tal vez cuando tengamos una perspectiva más amplia de la obra de quien es uno de los más sólidos pilares del Teatro Europeo, cuando nos hayamos sacudido viejos tópicos y prejuicios como los que generaron los estrechos criterios de un Menéndez Pelayo demasiado apegado a las corrientes naturalistas de finales de siglo, tal vez nos llevemos alguna agradable e inesperada sorpresa que nos haga replantearnos muchas ideas preconcebidas acerca de Calderón.
En este sentido, por ejemplo, no hay más que asomarse a ese género desconocido de su obra como son sus comedias o dramas mitológicos. En estas piezas se percibe, no sólo un atrevimiento formal y unas posibilidades teatrales que en la actualidad se nos antojan como de una sorprendente y feroz modernidad , sino que se deja entrever tras aquella celestial arquitectura, una personalidad amable, indulgente, alegre, vital…
Y esto lo afirmo desde la certidumbre que me ha deparado el haber tenido ocasión de llevar al escenario algunas de estas obras. Recientemente, el azar o el destino (dilema típicamente calderoniano) ha querido encomendarme la puesta en escena de una de ellas: El Monstruo de los Jardines. En esta deliciosa pieza el autor nos presenta a un Aquiles que, para evitar el hado (personificado en la figura de Ulises) que le obligaría a combatir y perecer en la guerra de Troya, se ve obligado a vestirse de mujer. Pues bien, Calderón se muestra aquí implacable, sí, implacable a la hora de defender la capacidad de romper unos condicionantes que no tienen nada de sobrenaturales, implacable a la hora de defender la preeminencia del Amor, encarnado en esta ocasión en la figura de la ninfa Deidamia; implacable, en fin, a la hora de confiar esperanzadoramente en la existencia, más allá de los laberintos, de eso que hemos dado en llamar libertad individual.
Confío en que algún día el Teatro le redima del estigma de siniestro autor de la España Eterna, y por sus obras lleguemos a conocerlo.