David Gistau: "Ser Hemingway o Benny Hill depende del tamaño... de la prosa"
David Gistau, por Gusi Bejer
Pregunta: A la hora de escribir su primera novela, ¿quién le dijo A que no hay huevos?
Respuesta: Ciertos amigos retadores que se burlaban de lo que estaba tardando en perder mi virginidad literaria como si se tratara de la sexual.
P: ¿Qué es lo peor que ha hecho por un reto así?
R: Romperme el cuello. El reto consistía en intentar el salto del ángel en la piscina infantil.
P: ¿Y lo mejor?
R: Animarme a cortejar a una mujer incomparable a pesar de que toda ella era un “a que no hay huevos” articulado. Un peligro, vaya. Esa mujer se parece sospechosamente a la que está encerrada en mi libro.
P: Hablando de peligro y de su libro, debuta en la novela a puerta gayola: ¿teme ser corneado?
R: De la plaza sólo hay dos formas dignas de salir: por la puerta grande o por la de enfermería. Por tanto, y más que una cornada, lo que temería es que el libro fuera devuelto a corrales por falta de trapío y olvidado en lo que se tarda en encender un puro.
P: ¿Le funciona eso de alterar las líneas del destino con una navaja, como hace Corto Maltés, y pretende su protagonista?
R: Al igual que mi protagonista, me conformo con ir sobreviviendo a mi destino porque no soy lo bastante hombre como para determinarlo. Ni mi protagonista ni yo somos de los que se atreven a tirar un penalti en el último minuto.
P: ¿Le han dicho demasiadas veces que iban a sacar al periodista que hay en usted?
R: Sí, y “aunque sea con fórceps”, han añadido. Al final han descubierto que esa cosa rara que había dentro de mí no era periodismo, sino gases, que metidos en un folio resulta que me los pagan.
P: Veo que sigue ganando amigos: escribe que los corresponsales de guerra son unos “engreídos que chocan sus egos como los carneros sus cornamentas”...
R: Creo que si, en general, los corresponsales de guerra tienen un concepto tan exageradamente sagrado de sí mismos y de lo que hacen es porque no soportarían la idea de estar jugándose la vida y cagando sus matrimonios por algo carente de importancia. No creo que haya que reprochárselo.
P: ¿Cuánto de vanidad y de verdad hay en ese oficio?
R: No lo sé. Yo fracasé en ese oficio. Lo mejor sería que le transmitiera esta pregunta a alguien cercano que lo ejerce de forma admirable. Me refiero a esa mujer que se parece a la protagonista del libro.
P: Volvamos a la vanidad: ¿y en la escritura?
R: Desconfío de quienes disfrutan escribiendo. Eso es que todavía no han hecho un descubrimiento pavoroso: que no se trata de escribir, sino de escribir bien. La vanidad se la concede como premio quien cree haber alcanzado su mejor yo posible. No estoy en edad de ponerme vanidoso.
P: Los lectores, y los redactores jefes, piden espectáculo: ¿cómo se defiende un escritor metido a corresponsal? ¿Jugando a Benny Hill disfrazado de Hemingway o al revés?
R: El espectáculo que buscan lectores y jefes consiste en que el autor se baje los pantalones. De lo que aparezca depende quedar como un Benny Hill o como un Hemingway, y con esto volvemos al problema del tamaño. Del tamaño de la prosa.
P: Se incluye como personaje poco amable en la novela... ¿de verdad habla “como escribiendo una columna”?
R: Ejerzo un humor basado en el autocastigo para rebajar un defecto que me señaló alguien que lloraba: la arrogancia. Nadie volverá a llorar por culpa de mi arrogancia.
P: ¿Le han hecho sentir a menudo como “el Mortadelo y Filemón, dos en uno, del periodismo”?
R: Sí. En Pakistán, la Tribu no comprendió que mi único afán fuera pasarlo bien y contar la guerra como en un tebeo de Ibáñez en vez de esculpir frases en mármol. Supongo que tenían razón, pero yo me descojoné de risa y ellos no.
P: ¿Y qué hacía un urbanita jugando a Indiana Jones en Afganistán?
R: Probarse a sí mismo, claro. Es mejor fallar un penalti en el último minuto que no atreverse a tirarlo. Y con esto me estoy contradiciendo respecto a lo dicho antes.
P: ¿Tiene ya una repisita para poner sus premios?
R: Para tener una repisita tendría que tener una casa propia. Y no pienso deshacer la maleta ni aceptar nada que pese demasiado, que me parece a mí que te presentas a facturar en el aeropuerto con premios literarios y te cobran un exceso de peso del copón.
P: ¿Y ha encontrado ya el camino de regreso a ítaca?
R: Mi ítaca era una mujer a la que ya no puedo regresar. Pero tampoco Corto Maltés, a diferencia de Ulises, tenía una ítaca. Y por eso se divertía, porque el que llega a ítaca guarda la espada -o el bolígrafo- y se sienta a ver la tele con Penélope. Al menos hasta que vuelve a sentirse reclamado por la navegación, por la escritura.