De charla con Nabokov
Escultura de Nabokov en Montreux, Suiza
Ya me hubiera gustado a mí llamarme Nabokov, haber escrito Ada o el ardor y tener estatua en Suiza, donde los relojes. Así lo pienso y así se lo digo aunque él me frunza el ceño y se revuelva en la silla de tal modo que hasta las patas lo acusen, dando la sensación de que van a ceder de un momento a otro. Cataplam. Pero no, el ruso blanco no cae. Sobrevivió a la revolución bolchevique, al exilio y a su propia obra que ya es decir. Así que ahora, convertido en estatua, sobrevivirá también a lo que venga.
Me acerco hasta él cargado de metáforas, que voy colocando ante su estatua como si fueran peones en un tablero imaginario. Al fin y al cabo, la metáfora es una imagen que se oculta entre las palabras que la exhiben y la metamorfosis no es más que una estrategia que manejan los escritores cuando tienen que sobrevivir. Se la copian a la naturaleza. De esas cosas sabía mucho Nabokov, que por algo cazaba mariposas.
-Oiga, no me venga ahora con entrevistas -advierte-. Ya me hicieron todas las preguntas que mi paciencia pudo responder. Ha llegado tarde a Suiza, por si no lo sabe.
Nabokov era capaz de convertir un gusano en mariposa y viceversa. Por eso me ando con cuidado. Hay que hacerse cargo, el escritor hecho estatua se encuentra cansado de que le vengan siempre con lo mismo. Receloso de una intimidad esculpida en bronce relojero sólo se muestra amable con las ninfas y a veces ni eso. Porque conozco el dato voy y le digo con cautela:
-Mire usted, no se confunda, yo sólo vengo a hablar de literatura, no quiero saber nada de ninfas, ni del efecto mariposa que consiguió con su famosa obra, ni de la taza de güisqui del famoso programa de televisión que nadie ha visto y del que todo el mundo habla -le digo presuroso, algo atropellado.
-El güisqui tampoco lo vio nadie -salta Nabokov con las cejas despeinada y manteniendo el equilibrio sobre la silla a punto de venirse abajo-. Pasa como con las últimas voluntades de un escritor -me viene a decir- que nadie las ve.
-Claro, el escritor no está presente para señalarlas. Pero no se ponga así. De algo tienen que comer sus herederos. Además, como lector yo celebro las obras póstumas. Lo de Kafka es un ejemplo. Para agradecer que no le hicieran caso con lo de las últimas voluntades. De haberlo hecho, hubiéramos perdido de forma considerable.
-La obra de Kafka estaba concluida. La mía no. Esa es la diferencia -corta rotundo Nabokov-. Además, sostengo la teoría que dice que, de no haber existido Kafka no hubiera existido el nazismo -dicho esto, Nabokov vuelve a alzar las cejas.
Luego me explica que Hitler, envidioso de la ficción kafkiana, la llevó a la realidad de Europa con el resultado que todos conocemos. Viniendo de un ajedrecista como Nabokov la explicación es una defensa ante el expolio.
-La tomaré en cuenta -le subrayo.
El hombre que sobrevivió a Lolita, a los nazis y a sus herederos se balancea sobre una silla coja. Es su última metamorfosis, la de pasar a la posteridad convertido en estatua. Yo la respeto, por eso prefiero no incordiarle de momento con más preguntas.