Jessica Stockholder, color en el parque
La artista norteamericana Jessica Stockholder ha desarrollado, a lo largo de sus treinta años de carrera, un modo singular de la escultura, que se formaliza tanto en piezas independientes como en proyectos site specific, en los que dialoga con la arquitectura o interviene sobre ella. El ingrediente fundamental de su trabajo es la acumulación de objetos cotidianos, que parecen vulgares pero que son, en realidad, mucho más, pues incluyen todo tipo de sorpresas; útiles cuyo provecho o servicio ignoramos o instrumentos que han adoptado una función nueva y desconocida. Son composiciones que forman un paisaje de la galaxia infinita de objetos de bajo consumo que caracterizan a las sociedades occidentales, a los que la luz -que desempeña siempre un papel fundamental- y, sobre todo, el color dotan de mágicos significados. Porque es el color, o los colores, lo que distingue a Stockholder tanto de sus filiaciones como de sus muchos seguidores contemporáneos. Los suyos son siempre colores brillantes, amables o ácidos, en su inmensa mayoría frescos, lejanos de cualquier aspecto trágico o doliente. No en vano los especialistas mencionan en este punto su estrecha conexión referencial con Matisse y, yo añadiría, con Blinky Palermo e Imi Knöebel. Por más que los mecanismos que crean resulten inútiles, la sinfonía cromática que despliegan resulta tan atrayente y fascinadora que el espectador acaba inevitablemente involucrado en la pieza.
La línea de la que procede se remonta cuanto menos al dada; es inevitable pensar en Kurt Schwitters; se ancla en el pop más primitivo de Rauschenberg y Chamberlain; se prolonga, en una sucesión de nombres que bien podría incluir a Miralda, compañero de parque en el Palacio de Velázquez, y alcanza a artistas coetáneos como Lisa Sigal, Katharina Grosse o Liam Gillick.
Para su intervención en el Palacio de Cristal la artista ha optado por ensamblar exterior e interior, el jardín y el lago, con la atmósfera peculiar del invernadero. Una rampa metálica da acceso, desde un lateral, a la plataforma de entrada y se abre a los escalones que, tras la puerta, llevan a otra plataforma, esta vez elevada sobre el suelo del palacio, que proporciona una visión inédita del interior. Manchas de colores alegran uno y otro recorrido y componen una melodía silenciosa que acompaña al visitante.
Si éste mira hacia abajo y a la derecha lo que ve es una réplica del lago en forma estrellada y con la superficie cubierta de lenteja de agua, planta que le da un color verde fosforescente. Envuelto por un semicírculo de tierra, el montaje se completa con otro de ceniza sobre la madera del simulacro de embarcadero. Si por el contrario, el espectador mira a la derecha, una altísima torre de barreños, papeleras y recipientes, pasa del color de la base a la transparencia que se confunde con el cristal del techo.
Atisbar para ver es una deliciosa analogía y una elegante metáfora de los componentes físicos y sentimentales que construyen el parque, el edificio, la sensación de calma y disfrute, incluso la frescura y los aromas del jardín. O, como quiere Stockholder, del silencio y la quietud del aire.