He visto los cuatro primeros capítulos de Crematorio, es decir, la mitad de la temporada. Canal + sólo ha emitido de momento el primero, así que prometo no incurrir en el crimen de los spoilers. Como la promoción viene de lejos y está todo al alcance de un click, me voy a ahorrar en este espacio toda clase de farragosa información en torno a la producción de la serie: que está basada en la novela de Rafael Chirbes sobre la corrupción urbanística en la costa española, que la adapta y dirige el director de La noche de los girasoles, Jorge Sánchez-Cabezudo, que en términos cualitativos es probablemente la serie española más ambiciosa realizada hasta el momento, etc. En fin, ya he dicho lo básico. Vayamos al grano: como anunciaban sus propios creadores (se agradecería un poco de modestia) y confirmaba alguna que otra revista de prestigio, ¿es Crematorio una serie capaz de medirse con Los Soprano y The Wire? Pues no.



Si hablamos de equivalencias, sin duda Crematorio se ofrece como interesante pieza de análisis comparativo, porque descaradamente toma a las producciones de HBO como modelos a imitar. Desde su intro, tan en deuda con True Blood -cantada por Loquillo-, hasta sus opciones de puesta en escena, todo rezuma en Crematorio el aire de una producción muy consciente de qué terreno pisa y en qué conviene mimetizarse para evitar decepciones.Y, por muy cómoda o resultona que sea esa opción en términos narrativos y estéticos (para qué inventar, si podemos copiar), hay que decir que lo hace muy bien. Pero al mismo tiempo, la comparación es una sandez, porque del mismo modo en que no se pueden medir en los mismos términos la NBA con la ACB, tampoco podemos hacer jugar en la misma liga a la ficción norteamericana y a la española. Es algo más que una cuestión estructural. Crematorio es una serie realmente excepcional en contraste con la ficción televisiva media que se practica en España, pero que todavía está muy lejos (y no podía ser de otro modo) de hacerle sombra a sus manifiestos referentes.







Debo reconocer que no fue sólo por compromiso profesional que vi los cuatro capítulos de una sola sentada. La serie se disfruta, no te empuja fuera de la pantalla con el acostumbrado "realismo tímido" o el costumbrismo de sainete que generalmente intoxica la televisión española de interpretaciones inverosímiles y diálogos inefables. Todo el reparto de Crematorio, empezando por Pepe Sancho, se merece el respeto y la admiración por sus trabajos. La adaptación de los guiones parece responder a la voluntad expansiva de la novela (que no he leído), con una complejidad narrativa infrecuente, una estructura en cascada de cuantiosos flashbacks, diversos niveles de tramas separadas en el tiempo pero haciéndose eco entre sí y respetando una continuidad dramática (como El Padrino II), y sobre todo una visión omnisciente de los personajes, piezas de un organigrama de la corrupción que se va formando con una lógica interna y un ritmo de exposición más que solventes, tratando al espectador como un ser inteligente capaz de sacar sus propias conclusiones. Aunque alguna que otra disonancia argumental (la hija díscola) empañan el resultado, la disección de la corruptela empresarial y política -con sus chantajes, concesiones, traiciones, investigaciones y vendettas-, tanto en términos de exposición crítica como de entretenimiento dramático, están al mejor nivel que se haya visto en la televisión española.



Nos llama poderosamente la atención el modo en que la atmósfera envenenada de vileza se va colando en la serie. Ahí es donde encontramos un gran salto cualitativo. El rodaje con cámaras digitales en 4K, que teóricamente respeta los colores y las luces de las localizaciones naturales, está especialmente aprovechada en una serie que sale del plató más de lo corriente, con varias escenas en exteriores. Se produce un sugerente contraste entre la luz blanca del Mediterráneo, los espacios desolados y el tenebrismo interior de los personajes, todos ellos modulados con volumen y complejidad, definiéndoles mediante sus acciones y sus pasados. La serie opta por situar la acción en una ciudad inventada en la costa levantina, Micent, que funciona como maelstrom de diversas localidades costeras que han crecido a golpe de especulación y corrupción (Benidorm, Marbella, Estepona, etc.), de modo que a diferencia de The Wire, que transcurría en Baltimore, y de Los Soprano, en Nueva Jersey, descarta el retrato documental o periodístico y opta por la estilización, por filtrar la realidad española que retrata a través de elementos visuales del drama criminal de género. El guión es muy serio, pensado y repensado, riguroso y fiel con el contexto, trasladado a la pantalla con ritmo, tomándose el tiempo necesario para configurar un retrato lacerante de los años del vacío moral y el expolio urbanístico que han precedido a la destrucción del negocio inmobiliario y la consecuente crisis económica.





En verdad, el gran filme español sobre aquellos años lo realizó Enrique Urbizu y se titula La caja 507, una de las películas más infravaloradas del cine español reciente. El gran acierto de Urbizu en este "Chinatown" español fue el de introducirnos en las trastiendas de la corrupción al sur de España a través de la mirada de un ciudadano normal (Antonio Resines) que se ve forzado a investigar la muerte de su hija. La película ya suscitó en su momento una sana reflexión en torno a las potencialidades de la ficción española a la hora de tomar un género cinematográfico tan asociado con el cine americano (aunque también existe una larga tradición francesa y británica de la serie negra) y conferirles una singularidad cultural, nacional. Urbizu demostró que era perfectamente posible, que el género es universal y la dificultad estriba en llevarlo al territorio local sin desmontar sus idiosincrasias. Crematorio se ha planteado el mismo desafío. Con el tiempo, iremos descubriendo si es capaz de dejar atrás su fascinación por el modelo, o que esa fascinación se convierta en una herramienta de búsqueda, más que un fin en sí mismo, que es lo que hemos visto hasta ahora.





No hay que olvidar que detrás de Crematorio está Fernando Bovaira (productor de Alejandro Amenábar), sin duda el productor que más ha hecho a lo largo de su carrera por exportar los hábitos y las estructuras del cine estadounidense -y su dependencia de las fórmulas narrativas- a la industria española. La noche de los girasoles, sin ir más lejos, era una película que se alimentaba más del cine que de la vida, es decir, encorsetada a una serie de patrones estilísticos y formas dramáticas que convertían la historia en un thriller trasladable a cualquier rincón del mundo. En Crematorio, es fácil sorprenderse y hasta sentir admiración por el trabajo bien hecho, por la calidad que respira un producto en el que cada uno de sus elementos (guión, actores, música, puesta en escena…) está gestionado con profesionalidad, inteligencia y buen gusto. Algo queda demostrado: cuando se quiere, la ficción televisiva española puede imitar muy bien. Es un paso más que significativo. Pero si pensamos en cómo series como Luther o Carlos han sabido hibridar la particularidad cultural y creativa (británica y francesa, respectivamente) con esos modelos genéricos del drama criminal estadounidense, seguimos teniendo el derecho a preguntarnos, a pesar de Crematorio, si algún día la ficción española podrá hacer algo parecido.