La vida imita al cine. En los últimos meses más que nunca. Puede sonar frívolo, pero la realidad es que muchas personas reconocieron las imágenes del devastador tsunami de Japón como familiares debido a las películas de Roland Emmerich, que nos lo ha mostrado antes infinidad de veces. Estos últimos días, el efecto ha sido espectacular: primero, la boda real, que como tituló El Mundo era en realidad una "superproducción". Echen cuentas de lo que le hubiera costado a Hollywood un espectáculo semejante. Después, la caza y captura del malo entre los malos Bin Laden, realizada al más puro estilo de la serie televisiva 24 o incluso de las inefables películas de Chuck Norris. Daría para una tesis analizar hasta qué punto los productores de imágenes de actualidad se esfuerzan porque las veamos como una ficción, menos devastadora, más inofensiva. Y no cabe olvidarse del otro espectáculo que ha mantenido en vilo a la población: los cuatro enfrentamientos entre Real Madrid y Barça, con futbolistas millonarios que parecen modelos y una realización televisiva que imita la épica cinematográfica para que el espectáculo sea total.
Salvo en el caso del tsunami, donde pesa el efecto aterrador y espectacular, la realidad es que tanto el cine de Hollywood como los medios de comunicación se dedican sobre todo, y con fruición, a explicarnos por activa y por pasiva cómo viven los ricos. Los pobres se convierten en personajes secundarios, figuras difusas y lejanas que padecen todos los males y sirven como contrapunto al glamour de sus contrarios. El otro día, una revista femenina titulaba en portada que la actriz de Harry Potter, Emma Watson, es "la actriz joven más rica". Ya no la más talentosa o la más bella, no la que tiene más pasta. Así, la mayoría de la gente en Occidente puede vivir días y días sin saber qué piensa, qué siente y qué padece realmente un pobre. Se impone la compasión, la mirada benigna y buenista, incluso una cierta truculencia para que la miseria, ella también, se convierta en espectáculo. Y no en el de los efectos y los subrayados a lo Slumdog Millionaire como dicen muchos, sino en el de la sordidez y el tenebrismo.
Por ello, cobra especial importancia el documental WasteLand que Digital Plus está exhibiendo estos días. Ganador del premio del público en el Festival de Sundance y de Berlín tiene la virtud de hacer una cosa que pone muy nerviosos a determinados críticos y puristas: mostrar que la gente pobre, incluso la rematadamente pobre, también tiene momentos de felicidad y de alegría. La mirada del occidental, la del ignorante y la del erudito cinematográfico muchas veces coincide en sentirse desolado si una película sobre la favelas o las minas de Nigeria no es terriblemente depresiva y amargada. Yo mismo, en Suráfrica, me sorprendí en un poblado de zulúes algo decepcionado porque no eran tan miserables como imaginaba. Y WasteLand, que sigue la peripecia del emérito artista brasileño Vik Muniz en un inmenso vertedero de basura de Rio de Janeiro llamado, irónicamente, Jardin Gramacho.
La diferencia entre lo que hace Muniz, que crea obras de arte a partir de la basura y los recolectores de la misma, siguiendo la teoría clásica de que la representación icónica sube la autoestima (cosa que es cierta, salir en el periódico, que nos hagan fotos bellas y que la sociedad represente nuestra posición vital con empaque ayuda a quererse). Así, el artista brasileño (que se describe a sí mismo en un momento del documental como el "más vendedor de su país") trata de dar la vuelta a los tópicos al uso para utilizar a los recolectores como modelos y componer sus retratos con desperdicios encontrados en Gramacho. Y sobre todo, Muniz enfatiza en las bromas, las alegrías y las risas de esos pobres de solemnidad que solemos ver bajo un espejo angustioso y solemne. Todo ello, claro, sin ocultar la vertiente más oscura de una miseria en la que un español, sin duda, sería incapaz de ser feliz. O quizá sí. Quién sabe.