Nos cuentan los periódicos que hace 50 años Gary Cooper dejó el mundo de los vivos. La primera sensación es de asombro: ¿50 años? Desde luego, el cine ha comenzado a traspasar la frontera de ser un arte nuevo. Porque todos los cinéfilos del mundo tienen a Cooper, uno de los mejores actores de la historia del cine, muy presente, imposible olvidarlo, difícil de creer que haga tanto tiempo que ya no se encuentra entre nosotros. Guapo a rabiar, con esa belleza adulta y elegante que Hollywood hoy casi ha exterminado en favor de un modelo más juvenil y estandarizado, paseó su porte y su expresiva inexpresividad por algunos de los mejores filmes de todos los tiempos y tocó todos los palos. En La octava mujer de Barba Azul (1938), de Lubitsch, clavaba su caracterización como galán atribulado y perfecto para una fiesta de cóctel. En Juan Nadie (1941), de Capra, daba vida al mejor espíritu americano interpretando a un hombre de la calle con la rectitud moral y buenos principios que se le supone; la bellísima Bola de fuego (1941), de Howard Hawks, contiene una de las mejores escenas de su filmografía, ésa en la que se cuela en la habitación de su enamorada y sin darse cuenta le confiesa sus sentimientos. Recordarlo hace que a uno se le erice el vello.



Hubo más grandes películas. Repasarlas da vértigo. En El manantial (1949), de King Vidor, vuelve a ser un modelo moral al dar vida a un arquitecto que lucha denodadamente para mantener su integridad creativa en un mundo dominado por los intereses comerciales; Sólo ante el peligro (1952), de Zinneman, marca el cano de la perfección del western y supone el refinamiento absoluto de su personaje fetiche (la roca que no se deja corromper por nada, que pelea aun a costa de su propia supervivencia por defender sus valores) al dar vida a un sheriff que para cumplir la ley es capaz de enfrentarse a los villanos en solitario. Volverla a ver significa reencontrarse con el Cine con mayúsculas, con la grandeza de un arte que también ha sabido enseñarnos a ser mejores personas; Veracruz (1954), de Aldrich, significa el western espectáculo, la gran película de aventuras con mensaje y garra que alumbró las tardes de sábado de muchas generaciones. Y su última gran película fue Ariane, de Billy Wilder, en la que recupera su personaje de play boy, esta vez talludito, para meterse en la piel de un señor mayor enamorado de una chica joven. Menos vista que otras películas de Wilder, rescátenla, es una maravilla.



Tenía fama de facha que es una fama que tienen muchos actores de la época, empezando por el otro gran clásico, John Wayne, que le sustituyó en La diligencia o Río rojo ante su negativa a hacerlas (Dios sabrá por qué). Fue uno de los fundadores de la asociación conservadora de artistas de cine (la Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals) e hizo campaña en numerosas ocasiones para los republicanos. Es posible que fuera un reaccionario pero a quién le importa. Cooper simboliza hoy, 50 años después de su desaparición, un modelo de hombre tristemente en vías de extinción quizá relacionado con valores que algunos han querido ver como conservadores: la galantería, la virilidad, el sentido de la responsabilidad o la rectitud. Es también el símbolo exacto del mejor Hollywood posible. Repasar su filmografía asombra porque uno va de obra maestra en obra maestra, se encuentra con películas de una belleza y profundidad moral que dan la impresión de haberse realizado sin esfuerzo ni penurias, como si esos artistas estuvieran dotados de la gracia y del talento sin proponérselo siquiera. El 50 aniversario de su muerte es, sobre todo, la excusa perfecta para volver a ver sus películas y descubrir que Cooper es inmortal.