En medio de este verano tormentoso que estamos padeciendo, el caso Murdoch, o el caso de las escuchas ilegales de News of the World, está adquiriendo a ojos de algunos tintes casi apocalípticos. Se habla del fin de una era en el periodismo, el fin de una era marcada por la intromisión ilegítima en la vida privada, una era basada en el todo vale y en la perpetua confusión entre lo público y lo privado, donde la basura ha sido considerada noticia y los famosos se han convertido en carnaza. Es curioso que el caso de una niña secuestrada y asesinada haya sido el que ha despertado las iras de la ciudadanía cuando las víctimas habituales de Murdoch y sus tabloides han sido, sobre todo, los famosos, algunos de ellos figuras de medio pelo de la telerrealidad, muchos otros artistas respetables que han visto pisoteada, una y otra vez, sus derechos básicos. Pero las celebridades, al parecer, no le dan pena a nadie. La gente opina que son demasiado ricos como para provocar nuestra compasión y que, al fin y al cabo, son gajes del oficio.



Mucho me temo que el optimismo de quienes ven acabado a Murdoch y la cultura del tabloide es excesivo y que confunden sus deseos con la realidad. El público se ha acostumbrado a que determinados personajes formen parte de su vida cotidiana y es asombroso cómo la gente habla extensivamente de la intimidad de personas a las que no conocen de nada, opinando sobre aspectos tales como su matrimonio, sus prácticas sexuales o su bondad como si hubieran crecido con ellos. Si le preguntas a cualquiera qué le parecería si le pincharan el teléfono, te miraría horrorizado. Si eso le pasa a Jennifer Lopez, estarían encantados de saber qué dice y el delito es mucho menor, ¿por qué? Hubo un momento, no sé cuándo, en el que la cultura pop comenzó a enloquecerse y lo que estamos viendo es la apoteosis de unas prácticas enfermizas que nos son presentadas como exclusivas de Inglaterra y su prensa carnívora. Sin embargo, en España, hace mucho tiempo que asistimos a una degradación similar en la televisión sin que, de momento, ninguna autoridad haya puesto el grito en el cielo.



El otro día, sin ir más lejos, me tragué un rato de Supervivientes, un programa horroroso que presenta Jorge Javier Vázquez. El presentador, tras llamar hija de puta, tal cual, a una concursante fue increpado por la madre de ésta, que estaba convencida, al igual que por lo visto todos de los presentes en el plató, de que el periodista, por decir algo, es un "gran profesional". Lo de "gran profesional" lo repitieron varias veces y a nadie se le ocurrió decir que el catalán es uno de los directos responsables de que la programación televisiva se haya convertido en un espectáculo vergonzoso en el que la falta de respeto y el cotilleo en su escala más baja se haya convertido en la norma. No me cabe ninguna duda de que, tarde o temprano, en nuestro país sucederá algo parecido a lo que estamos viendo en Inglaterra y entonces todo el mundo se preguntará cómo puede ser que hayamos llegado a esta situación cuando llevamos años viviendo en esta ignominia sin que pase absolutamente nada. El medio es el mensaje, y el fulgor de una pantalla de televisión parece legitimar cualquier barbaridad, por espantosa que sea.



Atras quedaron los tiempos del Hola en el que todo era hermoso y bonito, donde los famosos querían a sus hijos y formaban bellas familias y salían guapos en las revistas. El éxito de publicaciones como el Cuore o el InTouch son otra muestra de lo mismo: lo que se lleva es sacar los michelines de Charlize Theron o las ojeras de Lilly Allen. Cuanto más ridícula o penosa sea la actitud en que se encuentre al famoso de turno, mejor. Los astros de la pantalla, que en la era dorada de Hollywood eran inmaculados y perfectos, ahora los vemos día sí día también ridiculizados y humillados, en una especie de venganza de los feos y vulgares contra los elegidos para la belleza y el talento. Reina lo escabroso y lo truculento, y al final lo que sucede es que los personajes con verdadero interés huyen despavoridos de la prensa, hartos de que todo consista en buscar sus debilidades y defectos para jolgorio de un público adicto a la morralla. Si Greta Garbo ahora quisiera vivir oculta como hizo durante muchos años no podría hacerlo en Londres, tendría que esconderse directamente en una cabaña de Siberia, y aun así lo tendría complicado.





Como ya está la cosa muy chunga, quizá es mejor ser optimista y confiar en que la debacle de News Corporation llevará a la sociedad a preguntarse por sus valores. Si han hecho lo que han hecho ha sido sobre todo porque el público, o sea, nosotros, no sólo hemos permitido que lo hicieran, también lo hemos aplaudido con entusiasmo. Muchas veces han sido los tabloides los que han levantado la liebre de las vergüenzas ajenas pero los periódicos "serios" no se han cortado en ningún momento a la hora de reproducir al día siguiente el hallazgo de la carroña. Basta comprobar que hace una década las páginas del corazón de la prensa de referencia era mínima y ahora tiene sección fija a varias columnas. El cambio cultural ha sido tremendo y va a ser difícil dar marcha atrás. La cultura de la fama en su versión extrema lleva años ganando la partida y es literalmente horroroso que personas con talento y creatividad se hayan convertido en meros títeres del cotilleo como si no contara nada que saben actuar y hacer películas, o cantar y bailar, porque sabemos mucho más de su vida privada que de su arte, que casi parece la excusa por la cual llegaron a ser eso, famosos.



Lo que vemos, como denunciaba Goytisolo hace unos días, es una cultura acrítica en la que falta una reflexión profunda y seria sobre los productos culturales que consumimos, convertidos en mero espectáculo de variedades. Sin embargo, las películas y canciones que producen esos famosos cuyos vestidos y noviazgos tanto nos interesan son los que realmente forman la oferta cultural que tenemos. Muchas de las estrellas de Hollywood que los medios convierten en modelos de pasarela son personas con verdadero talento e inteligencia a los que debemos un respeto mayor que el de considerarlos simples famosos. Y no deja de ser una pena que hayan perdido ese aura de misterio y glamour que antes tenían para convertirse en personas asediadas por unos paparazzis insaciables que día sí día también nos los muestran en zapatillas y con cara de haber pasado una mala noche. Igualarnos por lo bajo quizá es confortante pero no lleva a ningún sitio. O sí, a que periodistas pierdan su puesto de trabajo y este oficio, ya suficientemente desprestigiado, aun lo esté más. Por no hablar de la obsesión por la juventud y el dinero, que ese también es otro cantar.