Lo prometido es deuda.

Tras la primera parte del balance del año de la teleficción, aquí va la segunda.



-No sé si fue la mejor noticia del año, pero sí la más sorprendente: la televisión española es capaz de entregar series de calidad. Se demostró con Crematorio, un proyecto de Canal + realizado bajo el influjo del modelo HBO que adaptaba la novela homónima de Rafael Chirbes. Dirigida por Jorge Sánchez Cabezudo, Crematorio despertaba la admiración por el trabajo bien hecho, por la calidad que respira un producto en el que cada uno de sus elementos está gestionado con profesionalidad, inteligencia y buen gusto. La serie, de ocho capítulos, mataba dos pájaros de un tiro. Además de demostrar que es posible hacer buena teleficción en este país, entregaba una de las pocas ficciones del audiovisual español que ha mirado de frente al vacío moral y el expolio urbanístico que han precedido a la destrucción del negocio inmobiliario y la consecuente crisis económica.



-Al margen de sus conquistas cinematográficas (de Super 8 a Hugo), los reyes del fantástico J. J. Abrams y Steven Spielberg no han estado a la altura de sus talentos en la pequeña pantalla. Ni Terra Nova, Ni Falling Skies, ni Person of Interest han ofrecido nada medianamente digno que recordar. Las dos primeras han sublimado la vertiente ‘spielbergiana' de la unidad familiar del modo más tosco y meloso, echando por tierra la inversión en espectacularidad de unos efectos digitales que podrían haber dado lugar a sendas variaciones de La guerra de los mundos y Jurassic Park.



-Continuando con J. J. Abrams, una de las peores noticias del año ha sido que asoma el escepticismo sobre la continuidad de Fringe. Su cuarta temporada (en suspenso desde el 18 de noviembre) no termina de convencer. Después de provocar la paradoja temporal y el contacto directo entre los universos paralelos, y tras la desaparición y regreso de Peter Bishop a un multiverso donde nadie le recuerda, el desafío narrativo que se plantea es tan interesante como arriesgado: reformular el pasado y las relaciones entre los personajes. Desgraciadamente, de momento la serie parece transitar por itinerarios redundantes, como si tuviera que empezar de cero, creando una sensación de perpetuo deja vú en el televidente. Quizá la trama general en torno a los "primeros hombres" pueda redimir lo que queda de temporada, que regresa el 13 de enero.



-Más decepcionante ha sido la sexta temporada de Dexter. En su dimensión conceptual, es decir, en la relación con el antagonista/cómplice que cada temporada de la serie va desarrollando -hermano, amante, amigo, maestro y discípula- funciona a la perfección que esta vez el asesino más querido de América se sienta atraído por un guía espiritual. En la práctica, sin embargo, ese personaje y su entorno no terminan de funcionar, como tampoco la relación de Dexter con su hijo o la trama del villano interpretado por Edward James Olmos. Es la peor temporada de Dexter de lejos, una serie acomodada y satisfecha de sí misma que no se ha atrevido a introducir un necesario y revulsivo cambio de rumbo a su más que predecible estructura narrativa y sus no menos predecibles personajes.



-Qué decir de Treme. Un maravilloso espectáculo. La calidad en perfecta sintonía con el genio, la narración en perfecta armonía con la atmósfera. David Simon no falla. Entrar en Treme es entrar en el sueño de Nueva Orleans, en las ganas de vivir de una comunidad que se recompone tras la destrucción del Katrina, en el mejor registro audiovisual de la música en directo. Me quedo con dos momentos de la segunda temporada: la vitalista recreación semidocumental de los desfiles del Mardi Gras en el episodio Carnival Time (S02E07) y el prólogo del capítulo That's What Lovers Do (S02E10), un conmovedor tributo funerario de los músicos callejeros a Harley Watt, el músico interpretado por Steve Earle.



-La idea es para quitarse el sombrero: una serie que transcurre en el microcosmos de una casa encantada en Los Angeles, y que al tiempo que recuerda algunas de las historias más terroríficas de la cultura norteamericana (desde los asesinatos de Charles Manson a la matanza del instituto Columbine), también convoca reconocibles elementos de algunas de las grandes películas del género de terror. American Horror Story (creada por Bryan Murphy y Brad Falchuk), a pesar de sus manifiestas irregularidades, ha logrado conferir al género un protagonismo inédito en la teleficción norteamericana. Aunque sólo fuera por la estupenda intro, por el hallazgo de un personaje desdoblado como la criada Moira y, por supuesto, por la interpretación de Jessica Lange, ya merecería la pena.



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