Doble advertencia:



Esto es un post de Juego de tronos - LA SERIE de la HBO. Ergo, NO es un post sobre la saga literaria de George R. R. Martin Canción de hielo y fuego. [No la he leído y no la leeré (si es que lo hago) hasta que termine la serie]. Por mucho que les pese a algunos, por más impertinentes o sabihondos o meticulosos que se pongan, este no es el espacio para montar una competición sobre quién sabe más del árbol genealógico de la familia Lannister o si en la página 175 del segundo tomo se introduce una subtrama que la serie pasa por alto. Me da igual. Una serie televisiva y una saga literaria son dos formatos muy distintos, obedecen a normas narrativas y espacios dramáticos muy alejados entre sí y en ningún caso son sustitutivos, si acaso complementarios. Para hablar / opinar de la serie no hace falta conocer su origen / espejo literario. Del mismo modo que no hay que estar familiarizado con el relato de Charles Webb para apreciar la película El graduado o conocer la novela de Alfred Döblin para considerar la serie Berlin Alexanderplatz, de R. W. Fassbinder, una obra maestra absoluta de la televisión. De hecho, quien aterrice completamente virgen en el universo de Westeros retratado por la HBO tendrá más ventajas como espectador para apreciar la calidad de la serie. No habrá contaminaciones ni prejuicios ni expectativas de por medio más que las que genere el propio formato audiovisual. El juicio será más justo.





Este post contiene SPOILERS de los tres primeros capítulos de la segunda temporada, que empieza a emitir Canal + hoy, día 23 de abril.





Con el regreso de Juego de tronos ha quedado muy claro que la televisión, a estas alturas, ya lo puede mostrar todo. Desde el momento en que decapitan a su protagonista, desde el momento en que se muestra una masturbación incestuosa sobre un caballo, en horario prime time, adquirimos la conciencia de que se han roto más de dos y de tres tabúes en los contenidos de la teleficción. Las reglas que antes aplicaban, ahora solo están ahí para romperlas. Y también, por el contrario, se van planteando algunos problemas derivados de querer mostrarlo todo, de querer ser más grande que el resto, de haber asumido la "responsabilidad" de convertirse en la mejor serie dramática de todos los tiempos. En ciertos momentos resulta inevitable preguntarse si la serie puede acabar consumida en su propia ambición, o que carezca de la necesaria distancia sobre sí misma para hacer de la síntesis una virtud. ¿Hasta qué punto pueden forzarse las pulsiones barrocas y manieristas del relato sin que el conjunto padezca de indigestión?



También ha quedado claro que el santo y seña de David Simon -"Fuck the average reader"- ha ganado la partida en el universo HBO. De hecho, en ciertos aspectos estructurales Juego de tronos empieza a recordar más a The Wire que a Los Soprano. Por ejemplo: los capítulos no desarrollan tramas más o menos autonómas y cerradas (como ocurría en Los Soprano, al margen de las tramas generales), sino que (como ocurría en The Wire) son fragmentos de una hora pertenecientes a bloques de diez horas que, si no fuera por las necesidades de producción y programación televisiva, deberían forman una única pieza dramática. La necesidad de generar suspense con las últimas unidades de acción de cada capítulo no responde a un criterio creativo, sino logístico y espectatorial. En todo caso, los tres primeros capítulos de esta segunda temporada manifiestan una actitud tan expansiva -más tramas, más personajes, más localizaciones- como autoconfiada. La confianza va en dos direcciones. La que los responsables tienen en sí mismos -parece posible que todo lo que ahora se expande, llegue en algún momento a contraerse con naturalidad- y la que depositan en el espectador, quien a pesar de la creciente dispersión de la serie, con sus múltiples puntos de vista, intereses cruzados y artimañas políticas, no está dispuesto a perder la concentración ante lo que ve. Las promesas son altas.





Evidentemente, ese balance entre las promesas y las expectativas -la suspensión y dilatación del acostumbrado timming cinematográfico- es una condición inherente a cualquier otra serie dramática, pero en Juego de tronos está más forzada que de costumbre. The Wire abrió esa puerta. The Wire no necesitaba recurrir a lo espectacular ni a un acontecimiento al final de cada episodio. Juego de tronos, todavía sí. Nos preguntamos entonces, ¿cómo logra Juego de tronos provocar esa confianza en el espectador ante lo que vendrá? ¿Cómo mantiene la tensión espectatorial en las abundantes secuencias "de presentación", en las que conocemos a personajes por primera vez, descubrimos territorios hasta entonces ignotos o no son reveladas nuevas claves de comprensión del universo imaginario que retrata?



Creo que todo esto es posible por la integridad dramática y el compromiso con la calidad que proyecta la serie cada semana, de manera que todas las piezas en el tablero de juego cumplen una función exacta. La obsesión perfeccionista, el detalle revelador, el equilibrio entre todas las vertientes artísticas -guiones, interpretaciones, realización- y de producción -casting, vestuario, fotografía, localizaciones, etc.- alcanza niveles inéditos en una teleficción, ahuyentando todo síntoma de envaramiento discursivo en las tramas. Escritura y factura van íntimamente unidas, forman un bloque orgánico, indivisible, de propósitos comunes. David Chase señalaba que el papel del "creador" de una serie consiste en dotar al producto de una unidad de visión -"consistency in voice and style"-, y eso es exactamente lo que están haciendo, con resultados extraordinarios, David Benniof, D. B. Weiss y Goerge R. R. Martin.



Juego de tronos se construye a partir de la dialéctica entre el hiperrealismo medieval y la épica fantástica. En este sentido, es un descendiente natural de El señor de los anillos, pero hay un salto diferencial entre la Tierra Media y el Reino de Westeros: el ingreso en el territorio adulto. Una muestra: "Si te ordenara matar a un bebé, a una niña de pecho... ¿lo harías sin preguntar?". Respuesta: "¿Sin preguntar? No. Preguntaría por cuánto". Este diálogo entre Tyrion y Bronn [S02E02, The Night Lands] era absolutamente impensable en el universo infantil-juvenil de Tolkien. Las zonas grises (tirando a negras) por las que transita la moral de Juego de tronos están muy alejadas del maniquíesmo de buenos y malos de Tolkien. Diríamos que los enfrentamientos entre clanes imaginados por Goerge R. R. Martin están más cerca de la complejidad psicológica de Shakespeare y de la tragedia griega que de El Hobbit o de Walter Scott. La semilla shakesperiana, de la que germinaron también las dramaturgias de Los Soprano y The Wire, pertenece al sello de la HBO.



Allí donde otras series prometen grandes cosas mediante la originalidad de sus propuestas de partida -Braking Bad, Iluminada- o por la elección de los micromundos que abordan -Deadwood, Mad Men, Luck-, Juego de tronos en verdad no propone nada nuevo, sino que lleva hasta extremos hasta ahora desconocidos la puesta en forma de su poética. De este modo, Juego de tronos encapsula las conquistas más pregnantes de la actual teleficción norteamericana: la perpetuación del relato audiovisual, el pulso transgresor de los contenidos y el desvío manierista de las formas.



Son especialmente inteligentes los requiebros dramáticos que introducen poco a poco el mundo de la fantasía en el hiperrealista, cruel y descarnado reino de Westeros. Intuimos que esa elección encierra un cambio de paradigma que afecta tanto a los espectadores como a los propios personajes de la serie, que tiene el poder de reconfigurar los espacios y los mitos de su mundo. En el tercer episodio de esta nueva temporada, el niño Bran Stark -que se sospecha poseedor de poderes mágicos, de una especie de tercer ojo que le permite entrar en la mente de los lobos- mantiene una conversación muy reveladora al respecto con su mentor. "Tal vez la magia fue alguna vez una fuerza poderosa en el mundo. Pero ya no. Los dragones ya no están, los gigantes están muertos y los niños del bosque olvidados...".



El brutal realismo que confiere la extenuación del detalle dibuja un paisaje imaginario pero familiar al mismo tiempo, una geografía mitológica y legendaria revestida de espeluznante fisicidad, donde olores y sabores -el sexo, tan presente- se conjuga con sacudidas de violencia, miseria moral y conspiraciones políticas. El universo que se va formando ante nuestros ojos -y crece y crece, sumándose con el fluir de los títulos de crédito sobre un mapa siempre en expansión, añadiendo nuevos espacios a su cartografía mecánica, porque todo en esta serie responde a las leyes de la mecánica psicológica- está en pleno proceso de transformación. Las mitologías que se creían muertas, renacen con su poder de creación y destrucción. Todo lo que ahora acontece en el reino desmembrado de Westeros es en verdad una lucha por conquistar el poder de la fantasía.