En ocasiones, el dinero percibido como adelanto sobre futuribles derechos editoriales (o sea un préstamo sin intereses por parte de la Sociedad) me ha ayudado a financiar cursos, instrumentos o reparaciones y hasta grabaciones de mis canciones. Los derechos de autor que vengo percibiendo (unos 1500 euros de media al año) han achicado el agua por debajo del cuello en más de una ocasión. Al margen de algún que otro atasco burocrático o en la comunicación que parece bastante razonable en cualquier organización con unos 100.000 socios, no tengo especial queja contra ninguno de sus profesionales que me han atendido en consultas o gestiones, sino al contrario: siempre he podido contar con su consejo e incluso en alguna ocasión han aguantado mis críticas o cuestionamientos de asuntos que tienen que ver con aspectos más bien del orden de las ideas y sobrepasaban el funcionamiento técnico. Un par de veces, sus servicios jurídicos me han ayudado a protegerme de abusos por parte de empresa interesadas en encargarme algún servicio de composición.
En este sentido, la SGAE no es la casa de satanás que algunos perciben desde fuera, sino más bien un lugar donde un autor puede apoyarse, siempre en caso de gran necesidad y teniendo en cuenta que ello no es gratis sino a cambio de los porcentajes de gestión que la Sociedad retiene.
Pero en estos once años, en los que he dado de alta unas doscientas obras, no me he sentido partícipe de la SGAE ni un solo momento, hasta el punto de que no he llegado a saber muy bien a dónde pertenecía. Sentimiento y sensaciones de perplejidad al parecer muy comunes y que tan bien expresara en estas páginas el dramaturgo, director y guionista José Luis Alonso de Santos hace unos meses.
El problema de la perplejidad procede ya no de muchos de sus postulados ideológicos (pues no otra cosa que ideología pura es pensar la autoría exclusivamente en términos de propiedad y los contratos de propiedad intelectual únicamente como copyright, o colocar una losa tan injusta como poco inteligente sobre el público como el llamado "canon digital"), sino de su función social, ciertas oscuras y absurdas prácticas, esas operaciones financieras desconocidas ya no para los ciudadanos sino para la mayoría de los propios socios, su forma de comunicar miedo y asco en la población y de, gracias a ello, transmitir una idea injusta del colectivo de autores y, más aún, del resto de los músicos.
Como muchos otros ciudadanos españoles, me he indignado con buena parte de su funcionamiento tanto como para que no me sorprendiera la ahora al parecer algo olvidada operación judicial contra la perpetuada cúpula directiva de hace apenas nueve meses.
Así que cuando fui convocado a las urnas para las elecciones de ayer, 26 de abril de 2012, decliné la invitación. Primero por la sospecha en la inutilidad de cualquier participación en los engranajes de un organismo que tras su vergonzoso desmantelamiento de julio pasado no parece haber hecho ni siquiera una profunda autocrítica ni un atisbo de desactivación de las prácticas más insidiosas. En segundo, pero no menos trascendente, lugar porque no deseo participar en elecciones poco claras con un sistema electoral más propio de un sindicato vertical que de una asamblea constituyente. A pesar de la sustancial ampliación del número de votantes con derecho a voto (de los 8.220 de junio de 2011 a los 21.129 socios llamados a urnas este jueves) aún se trata de un sufragio parcial donde no tienen derechos aproximadamente cuatro quintas partes de los asociados y donde existe un clamoroso predominio de la capacidad de elección y decisión de la parte que no debería estar dentro: los editores.
Además, pese a haber leído casi todos los emails de candidatos que, insistentemente, machaconamente, han ido apareciendo en mi correo electrónico en los últimos días ofreciéndome su programa, no he visto la luz. Sólo ansias de alcanzar un poder del que sigue desprendiéndose un efluvio a corrupción y dinero podrido. En alguna candidatura a contrapelo, más interesante a primera vista, me ha parecido ver más ambición de revancha que verdaderas ganas de cambio. Por lo demás, durante todos estos meses desde la operación judicial y policial de julio pasado, mi sensación ha sido permanentemente la de pertenecer a un club del que no conozco las estancias subterráneas, los pasadizos secretos, las actividades y operaciones que se llevan a cabo en mi nombre, ni las actas con que se conmina al poder ejecutivo, al ministro o ministra de turno a aprobar determinadas leyes contra los tiempos corrientes, contra los ciudadanos y contra muchos de los autores. Quizá no me he enterado de nada y algún compañero socio autor o editor quiera explicarme mis errores, desde aquí declaro que estoy dispuesto a ello.
Pero, dicho todo esto, entenderán que esta mañana he esperado el resultado de la votación más por curiosidad que por verdadero interés y que no sea capaz de hacer un análisis de los electos. No espero demasiado nuevo bueno de ninguna de las candidaturas que se presentaban. Ojalá me equivoque pero no puedo confiar en un lugar en que un socio en activo durante once años no se haya enterado de nada. De momento voy a seguir sin renunciar a mi situación de socio. No me voy porque sería aún más injusto que seguir dentro (como digo, alguien se aprovecharía de lo que se recauda con mis obras) y porque una parte, ilusa, de mí confía en que alguien encuentre un resquicio para cambiar de verdad las cosas desde dentro.
Me parece que la única solución para que la SGAE obtenga algo de crédito y respaldo social y para que su función tenga sentido pasa por dejar los parches y empezar de cero en todo lo que sea posible. Desprenderse todo lo que se pueda del lucro acumulado que no pueda justificarse como limpio y legítimo mediante la subasta de propiedades sería idóneo, aunque al parecer, las distintas operaciones especulativas e inversiones en no sabemos muy bien qué cosas de resultados extraños para muchos socios han acumulado más de 150 millones de euros en deudas a bancos. Pero es inexcusable para cualquier nueva dirección que pretenda de verdad cambiar las cosas, establecer un cauce de participación democrática para todos los socios así como recortar sustancialmente las prerrogativas del colectivo de editores hasta evitar su predominio o provocar su marcha. Y, por supuesto, contar con todos los socios, es decir, con los autores al menos tanto como con los editores, para tomar cualquier decisión que pretenda "defender" sus derechos.
De no ser así, mi verdadero deseo es unirme a la cada vez más clara corriente de disidencia e insumisión ciudadana con respecto a sus gestiones hasta promover que, al menos por esta vez, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial intervengan de manera definitiva en la ley que permite tales actividades por parte de una sociedad privada que marca buena parte del signo y funcionamiento económico, social y político de la producción cultural en España.