Releer lo que en un primer momento supuso una lectura placentera puede deparar alguna insospechada rectificación. Para bien o para mal, según. Por supuesto que los gustos se modifican con los años y que pueden producirse notables desniveles entre el juicio que mereció la primera lectura de un libro y el que suscita medio siglo después. Tal es el caso de Tiempo de silencio, que ha comparecido no sin desgastes ante la justicia del tiempo y cuya aceptación en los menguados medios culturales de la época fue realmente considerable.
Recuerdo muy bien mi primera lectura de esa novela, un poco condicionada por el sombrío entramado político en que se produjo. Martín Santos instaura de hecho la ruta canónica de lo que él mismo denominó "realismo dialéctico". Las líneas maestras de ese programa eran sumamente atractivas: desmantelar los más zafios modales del socialrealismo y montar un andamiaje narrativo movilizado por la estética de los espejos deformantes. ¿Se alcanzan esos objetivos en Tiempo de silencio? Supongo que en parte sí, que el autor logra promover al menos una nueva manera de disentir de tantas esquemáticas copias del natural. Ese era sin duda un planteamiento que, en aquellos tiempos de urgencias literarias, tenía que resultar ciertamente aleccionador.
En Tiempo de silencio se consolida, como primera medida, lo que se ha calificado de "destrucción de mitos". Martín Santos ratifica así una propuesta a contracorriente del neorrealismo imperante. Frente a esa limitación operativa, recurre de hecho a una temática que conculca las leyes más ridículamente intocables de una sociedad anémica. El novelista iba a representar en este sentido un precedente muy valioso. Exploró un territorio que incluso podía producir malestar en ciertos sectores literarios, y anduvo buscando por allí materiales con los que poder encauzar sus pericias creadoras, su gusto por la parodia o la ironía, su capacidad para valerse del esperpento como diagnóstico crítico.
Tiempo de silencio puede ser considerada efectivamente como un punto de partida, aunque quizá sea más razonable entenderla como un fin de trayecto. Su propia condición de ruptura la dota de un eminente carácter de cierre de un ciclo que ya no podía tener ninguna plausible continuidad. De ahí el rango desmitificador de una novela que pretendía desprenderse del corsé atosigante de las normas socialrealistas, pero que sólo lo consigue en la medida que desfigura, caricaturiza determinados enfoques de los hechos narrados. Entre el sórdido submundo de las chabolas y el clima versátil del salón burgués, la novela asimila los nutrientes "dialécticos" de la pauta costumbrista, sin olvidar por ello el rango ornamental del simbolismo. Para alguien que había publicado Dilthey, Jaspers y la comprensión del enfermo mental (1955), pasar de las terapias escatológicas de Quevedo al saneamiento léxico de Valle-Inclán, o de la beligerancia alegórica de Joyce a la psicológica reducción al absurdo de Kafka, era una tarea ciertamente oportuna.
Pero la muerte del novelista, a los dos años de la publicación de Tiempo de silencio, quebró también la duración modélica de una novela que era más un epitafio que un preludio.
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