"-…Pero un día se desprende una tonelada de tierra y te sepulta a ti y al chico.
"El tío Ratero sonrió estúpidamente.
"-Más tendremos
"-¿Más?
"-Tierra encima, digo."
Justito, el Alcalde, quiere arrasar la cueva en la que vive el cazador de ratas. Asegura que lo hace por razones de seguridad e higiene; e incluso le ofrece una buena vivienda en el pueblo a cambio de que la abandone, pero El Ratero, ante cada oferta, repite: "la cueva es mía", como, en el cuento de Melville, Bartelby repite que "preferiría no hacerlo". En realidad, el Alcalde actúa presionado por Fito Solórzano, "El Jefe", empeñado en ser considerado como el hombre que terminó con las cuevas habitadas de la provincia. Fito es un producto del nuevo régimen, un urbanita que se escandaliza porque los habitantes de la cuenca comen ratas (El Alcalde: "Fritas con una pinta de vinagre son más finas que codornices". El Jefe: "¡Eso no lo puedo tolerar! ¡Eso es un delito contra la salud pública").
En Las ratas, la historia del desalojo de una cueva y el trágico destino de El Ratero que la habita es sólo uno de los soportes que le sirven a Miguel Delibes para registrar los estertores de un mundo que agoniza. Como ya había hecho en sus novelas anteriores, y seguirá haciéndolo en las siguientes, también en ésta elige para situar la mirada de su narración el lugar de los condenados a desaparecer, o de los que miran la historia desde los márgenes: niños, viejos, labriegos, criadas, bedeles, cazadores legales y furtivos, seres sin ambición social, o iluminados, pueblan sus novelas: supervivientes que luchan a su anárquica manera contra lo que se les impone, humildes héroes enfrentados al arbitrario dominio de señores y autoridades civiles o religiosas; a la oquedad uniformadora de lo moderno en imparable expansión.
Desde ese espacio, está construida la minuciosa arquitectura de Las ratas, y se teje el dibujo de su estilo, reelaboración del habla rural, densa, rica en matices, y en la que cada tarea y apero, cada accidente de la orografía, cada hierba, o cada movimiento de un animal silvestre encuentran la palabra exacta que los nombra y define. Ese vocabulario, ese habla, en la pluma del novelista, además de retrato de sus modelos, sirve como depósito de saberes a punto de perderse, es archivo de una memoria en peligro, y, sobre todo, funciona como arma contra el lenguaje estereotipado de los de arriba, acto de resistencia ante la ola de modernidad que, por esos años, está cambiando la estructura de la sociedad española. Se trata de materiales que le permiten alumbrar un texto extremadamente eficaz, en el que, como sin querer, en la narración de un hecho concreto y en el espacio aparentemente cerrado de un pueblo, se filtra la historia española de los últimos decenios: la fanfarronería estúpida de los vencedores (El Alcalde y El Jefe -suponemos que Jefe Provincial del Movimiento- se han hecho amigos en el frente), el papel vicario de la Iglesia (Baltasar, el hombre que se lleva al Viejo Rabino a fusilar exhibe una cruz en el pecho. El hijo del fusilado pregunta: "¿No es la cruz la señal del cristiano, señor cura?"), la violencia con que la guerra ha infectado el aire (Matías Celemín, el furtivo que mata por pura maldad al zorrito domesticado con el que juega el pequeño Nino se ha vuelto así desde que volvió de la guerra, nos cuenta el novelista). Todo está pudorosamente prendido en esa trama que aparenta ser cerrada y, como sin querer, no cesa de incorporar indicios de fuera.
Quizá esa sutileza, ese pudor que impregna el libro, impidió que lo leyéramos como un texto de denuncia. Sin embargo, medio siglo más tarde, uno tiene la impresión de que el libro se ha recargado de significados y que su voluntad de ser aquello que los decimonónicos llamaban tranche de vie amplifica sus efectos. Las ratas nos devuelve con dolorosa intensidad un mundo que existió y conocimos y ya sólo está entre sus páginas. La capacidad de concentración, el cuidado formal, que multiplica su potencia expresiva; y la maestría para dar vida a una espléndida galería de personajes y al medio en el que se mueven y sobre el que actúan, nutren una mirada pesimista de la condición humana, que, paradójicamente, despierta en el lector un intenso movimiento de piedad, un deseo solidario que desborda lo humano y se extiende a ese mundo rural que se extinguió, a la propia naturaleza en peligro.
"La cueva es mía", resiste El Ratero las ofertas del Alcalde durante toda la novela, como, en el desenlace, repetirá una y otra vez: "Las ratas son mías", mientras le clava el punzón al muchacho de la ciudad que las caza por entretenimiento, disputándole su medio de subsistencia y el espacio que lo hace ser quien es: brutal violencia de los de abajo, anticipo de la que, un cuarto de siglo más tarde, en Los santos inocentes -de la que Las ratas es antecedente y, de algún modo, borrador-, sacudirá al bendito Azarías cuando ahorca al señorito que, por esa maldad arbitraria de los poderosos, le ha matado la grajilla que es su única propiedad, el ser en el que deposita su afecto, y en el que encuentra su mismidad: un estallido -aquí ya sí- que es expresión cruda de la violencia social y ejerce un efecto catártico sobre el lector, solidario con la mirada del inocente que contempla el pataleo en el aire del señorito.
"El tío Ratero sonrió estúpidamente.
"-Más tendremos
"-¿Más?
"-Tierra encima, digo."
Justito, el Alcalde, quiere arrasar la cueva en la que vive el cazador de ratas. Asegura que lo hace por razones de seguridad e higiene; e incluso le ofrece una buena vivienda en el pueblo a cambio de que la abandone, pero El Ratero, ante cada oferta, repite: "la cueva es mía", como, en el cuento de Melville, Bartelby repite que "preferiría no hacerlo". En realidad, el Alcalde actúa presionado por Fito Solórzano, "El Jefe", empeñado en ser considerado como el hombre que terminó con las cuevas habitadas de la provincia. Fito es un producto del nuevo régimen, un urbanita que se escandaliza porque los habitantes de la cuenca comen ratas (El Alcalde: "Fritas con una pinta de vinagre son más finas que codornices". El Jefe: "¡Eso no lo puedo tolerar! ¡Eso es un delito contra la salud pública").
En Las ratas, la historia del desalojo de una cueva y el trágico destino de El Ratero que la habita es sólo uno de los soportes que le sirven a Miguel Delibes para registrar los estertores de un mundo que agoniza. Como ya había hecho en sus novelas anteriores, y seguirá haciéndolo en las siguientes, también en ésta elige para situar la mirada de su narración el lugar de los condenados a desaparecer, o de los que miran la historia desde los márgenes: niños, viejos, labriegos, criadas, bedeles, cazadores legales y furtivos, seres sin ambición social, o iluminados, pueblan sus novelas: supervivientes que luchan a su anárquica manera contra lo que se les impone, humildes héroes enfrentados al arbitrario dominio de señores y autoridades civiles o religiosas; a la oquedad uniformadora de lo moderno en imparable expansión.
Desde ese espacio, está construida la minuciosa arquitectura de Las ratas, y se teje el dibujo de su estilo, reelaboración del habla rural, densa, rica en matices, y en la que cada tarea y apero, cada accidente de la orografía, cada hierba, o cada movimiento de un animal silvestre encuentran la palabra exacta que los nombra y define. Ese vocabulario, ese habla, en la pluma del novelista, además de retrato de sus modelos, sirve como depósito de saberes a punto de perderse, es archivo de una memoria en peligro, y, sobre todo, funciona como arma contra el lenguaje estereotipado de los de arriba, acto de resistencia ante la ola de modernidad que, por esos años, está cambiando la estructura de la sociedad española. Se trata de materiales que le permiten alumbrar un texto extremadamente eficaz, en el que, como sin querer, en la narración de un hecho concreto y en el espacio aparentemente cerrado de un pueblo, se filtra la historia española de los últimos decenios: la fanfarronería estúpida de los vencedores (El Alcalde y El Jefe -suponemos que Jefe Provincial del Movimiento- se han hecho amigos en el frente), el papel vicario de la Iglesia (Baltasar, el hombre que se lleva al Viejo Rabino a fusilar exhibe una cruz en el pecho. El hijo del fusilado pregunta: "¿No es la cruz la señal del cristiano, señor cura?"), la violencia con que la guerra ha infectado el aire (Matías Celemín, el furtivo que mata por pura maldad al zorrito domesticado con el que juega el pequeño Nino se ha vuelto así desde que volvió de la guerra, nos cuenta el novelista). Todo está pudorosamente prendido en esa trama que aparenta ser cerrada y, como sin querer, no cesa de incorporar indicios de fuera.
Quizá esa sutileza, ese pudor que impregna el libro, impidió que lo leyéramos como un texto de denuncia. Sin embargo, medio siglo más tarde, uno tiene la impresión de que el libro se ha recargado de significados y que su voluntad de ser aquello que los decimonónicos llamaban tranche de vie amplifica sus efectos. Las ratas nos devuelve con dolorosa intensidad un mundo que existió y conocimos y ya sólo está entre sus páginas. La capacidad de concentración, el cuidado formal, que multiplica su potencia expresiva; y la maestría para dar vida a una espléndida galería de personajes y al medio en el que se mueven y sobre el que actúan, nutren una mirada pesimista de la condición humana, que, paradójicamente, despierta en el lector un intenso movimiento de piedad, un deseo solidario que desborda lo humano y se extiende a ese mundo rural que se extinguió, a la propia naturaleza en peligro.
"La cueva es mía", resiste El Ratero las ofertas del Alcalde durante toda la novela, como, en el desenlace, repetirá una y otra vez: "Las ratas son mías", mientras le clava el punzón al muchacho de la ciudad que las caza por entretenimiento, disputándole su medio de subsistencia y el espacio que lo hace ser quien es: brutal violencia de los de abajo, anticipo de la que, un cuarto de siglo más tarde, en Los santos inocentes -de la que Las ratas es antecedente y, de algún modo, borrador-, sacudirá al bendito Azarías cuando ahorca al señorito que, por esa maldad arbitraria de los poderosos, le ha matado la grajilla que es su única propiedad, el ser en el que deposita su afecto, y en el que encuentra su mismidad: un estallido -aquí ya sí- que es expresión cruda de la violencia social y ejerce un efecto catártico sobre el lector, solidario con la mirada del inocente que contempla el pataleo en el aire del señorito.