Por una vez hablemos de Nico y no de Christa Päffgen, no de la calavera hace veinticuatro años convertida en cenizas, no del fantasma de la mujer que vivió varias vidas y terminó su largo coqueteo con la muerte con lo que casi nos parece una carcajada de ésta, aquella aciaga tarde médica de otro infausto 18 de julio tras subirse a una bicicleta en el estío ibicenco siguiendo su nuevo plan de vida rehab.



Hablemos de esa Nico de la voz grave y profunda como un túnel bajo el agua o una espesura en el bosque donde los helechos se refugian de la luz. De Nico y no de aquella Christa reflejo de la Alemania que no se había perdonado su criminal intento de ser sobrehumana. No de la madre de Ari, no de la amante provisional de tantos hombres de siglas reconocidas, ni de la consumidora interminable de humos y venenos, ni de la vagabunda, la judía errante hija de húngaros o la última bohemia lunática. No de la de la cara monstruoseada con mirada de búho hinchado, ni de la belleza de mármol blanco que se negó a que el rey del Pop Art y su corte la exhibieran en una caja de plexiglás. No de quien el sol intentó asesinar vestida con ropajes negros.



De Nico, desprendida de la oscuridad, joya encubierta, que iluminó la música del porvenir. De la que influyó con decisión, igual que la luna mueve las mareas, en toda clase de luminarias de la música de los años 70 en adelante. Para quien escribieron Reed y Dylan, Browne y Hardin, cuya brillante opacidad admiró a John Cale, hasta ayudarla a cuajar varios discos imprescindibles.











Nico, resultado de una metamorfosis que cambió la belleza de cristal a cuyos pies caían las alfombras rojas, los carruajes, la ropa cara, todo ese carrusel cuché al que parecía destinada, a cambio de un espíritu artístico genuinamente tallado en códices de arte antiguo. Prolongó el fiero sueño musical contenido en el disco del plátano de alcanzar una nueva música contemporánea a partir del rock. Tomó las canciones de trovador y juglaría, el madrigal, el lied y la ópera-cabaret de tres centavos y los juntó con el tallo más espinoso de las músicas de su tiempo para componer un ramo de flores que aún no ha encontrado igual.











De Nico, de quien sólo se puede hablar como reina de otra era (¿Qué aliento formó esas nubes junto al desierto, esa niebla de cruces, ese vapor de río? ¿Qué le hizo ver el pop como una música desolada, en una visión astral, en una elevación de martirio místico, oración de Jeanne d'Arc de la era industrial, un código hermético guardado en una buhardilla pintada de negro?)



De Nico, halconera, hablemos aquí y ahora. Nico cuyo armonio sigue sonando, colgado entre dos notas que se balancean sin cesar, una arcaica letanía junto a un arpegio de sintetizador y un ruido metálico. Suenan y suenan y en su fragilidad invocan a uno de esos genios en los que se creía en la antigüedad de los tiempos.



Nico, pionera absoluta de lo que fabricaron en el post-punk, en el Dark Wave, los siniestros y góticos, y tantas músicas apoyadas en el riesgo, luz en la puerta que hizo llegar a su extraña casa a Brian Eno, Siouxsieand the Banshees, Bauhaus, Patti Smith, Throbbing Gristle, Diamanda Galas, Stevie Nicks, Morrissey, Coil, Martin Rev, Dead Can Dance, Elliott Smith, Kevin Ayers, Wes Anderson, John Cameron Mitchell, Marianne Faithfull, Windsor for the Derby, Björk, Low, Broadcast, Patrick Wolf, Antony o Bat for Lashes.



Seguimos adorando el misterio de Nico, ése que aún no hemos comprendido del todo, aunque no hemos dejado de quererlo desde que nos asomamos a él y sentimos su frío de jarrón y palmatoria de madrugada. Adoramos su medievo cuajado de escarchas, la gótica catedral sin ángeles, su profundo quejido de cíngara, ese flamenco nórdico y rubio como una llama, su puesto de pieles y armas junto al castillo, su monte de delays graznando ruido. Enaltecemos su voluntariado en tristeza, su temblor de ocaso, su renuncia.