Como los sueños, como las personas, las películas forman una red de parentescos. Por muy original o peculiar que pueda parecer, toda película tiene familiares cercanos. Son muy extrañas y preciadas aquellas a las que no podamos encontrarle primos y abuelos. No son filiaciones necesariamente conscientes en la mayoría de los casos, aunque exista todo un cine que se hace a partir del cine que le precede, y ya sabemos que los frutos (y los monstruos) de la posmodernidad son especialmente abundantes. Esas relaciones o conexiones resultan especialmente llamativas cuando las películas en cuestión se han realizado de modo prácticamente simultáneo, cuando sospechamos o tenemos la certeza de que de ningún modo unas sabían de las existencias de las otras durante su proceso de creación. Es el caso de tres producciones norteamericanas aún pendiente de estreno en las pantallas españoles (sólo una tiene su distribución asegurada): El impostor, de Bart Layton; Compliance, de Craig Zobel, y Bernie, de Richard Linklater.
La primera es un documental, la segunda una ficción y la tercera estructura su discurso transitando con ejemplar ambivalencia entre ambos registros. Aparte de que sus historias acontezcan en el sur de Estados Unidos, y que por tanto su geografía humana guarde algunas similitudes entre sí (señales de alta incultura y de brutalidad, humores y caracteres afines, etcétera), los relatos que nos cuentan no tienen nada que ver entre sí. Lo que realmente resuena en las tres películas es la conciencia de que están jugando con los límites de lo plausible. Ni tan siquiera amparados bajo la "suspensión de la credibilidad" con que todo espectador acepta colocarse delante de una ficción, ninguno de los tres filmes se sostendría en términos de verosimilitud. Los hermanos Coen colocaron al principio de Fargo un rótulo que aseguraba que lo que íbamos a ver a continuación -por muy disparatado o aberrante que pudiera parecer- había ocurrido realmente. Era tanto un guiño burlón a una estrategia propia de los tv-movies como una forma de evitar que el espectador se abandonara a la incredulidad. Las tres películas en cuestión también declaran sus conexiones directas con la realidad. Si no lo hicieran, sus guiones simplemente se caerían por sí solos. Aquello que narran sería demasiado increíble o improbable o directamente imposible. Al cabo, lo que en mayor o menor medida "salva" y "refuerza" el éxito (incluso la existencia) de todas ellas, es que ponen en escena tres historias reales. Increíblemente reales.
El impostor, del debutante Bart Layton, ha sido recibida en San Sebastián como una de las grandes sorpresas del festival. Su originalidad, muy celebrada. Su calidad, aplaudida. Su capacidad de sorpresa ha despertado todo tipo de entusiasmos. Dado que las herramientas narrativas de este documental, que llega a la eficacia en gran parte a través del efectismo, son del todo convencionales, no hay que atribuirle a la supuesta "originalidad" de El impostor sus decisiones formales y estrictamente cinematográficas. Como película adolece de un manifiesto tratamiento televisivo, construido desde la sucesión de cabezas parlantes y testimonios orales. Pero tiene otras virtudes que la hacen muy interesante. El elemento más sorprendente de El impostor procede exclusivamente de la increíble sucesión de acontecimientos que nos cuenta. Quien esté familiarizado con el caso del niño Nicholas Barclay, que desapareció en Texas con 13 años de edad y reapareció tres años después en Linares (Jaén), no se preguntará durante todo su metraje si estamos viendo un fake documentary, si todo es un juego de máscaras, un simulacro, una gran broma. No experimentará las estrategias de impostación que, como el sujeto que protagoniza la película, adopta el propio filme. No disfrutará por tanto del gran acierto de El impostor como artefacto fílmico: el modo en que Layton traslada el propio tema de la película (las identidades suplantadas) a su misma estructura dramática.
El caso de Compliance, aunque se trate de una ficción recreando un caso real, también produce un efecto similar en el espectador. Transcurre en una franquicia fast-food de pollo frito en Ohio, donde los empleados se ven envueltos en un caso de "acoso policial" cuando reciben una llamada de teléfono que, evidentemente, para todos los que estamos viendo la película, es una cruel broma, pero que los personajes se toman completamente en serio, con consecuencias desastrosas. La película nos obliga a sentirnos muy superiores a los personajes, y si no se tratara de un caso real, simplemente pensaríamos que el guionista trata a sus criaturas (y en consecuencia al espectador) como si fueran idiotas de remate. Lo que se desprende de la película es el modo en que cierto sector de la sociedad norteamericana está idiotazada frente a la "autoridad", que escucha la palabra "detective" o "policía" a través del teléfono (sin posibilidad alguna de poder confirmar identidades) y directamente se pone a sus pies, sigue sus instrucciones al pie de la letra sin cuestionar su legitimidad o moralidad. La película está basada en un acontecimiento real que tuvo lugar en 2004 en un McDonald's de Mount Washington, Kentucky. Si no hemos abandonado la película antes del final (porque todo parece demasiado obvio), descubriremos que se han producido otros setenta casos muy similares en Estados Unidos. Increíble.
La película de Richard Linklater -director sorprendentemente ignorado: ninguno de sus dos últimos y excelentes filmes, Me and Orson Welles (2011) y Bernie (2012), han tenido o tienen distribución en España- es la que con mayor lucidez y lógica cinematográfica pone en escena su increíbe historia, de todo punto improbable pero absolutamente real, que tuvo lugar en el este de Texas en el año 1996, no muy lejos de donde se crió el propio Linklater. Bernie Tiede, interpretado por Jack Black, cumple hoy condena por haber asesinado a una acadaulada viuda, Marjorie Nugent (Shirley McClaine), que le doblaba en edad, y cuyo cuerpo descuartizó y almacenó en un congelador. Lo más inusual del relato es que Bernie era la persona más popular y querida de la comunidad, debido a su simpatía y generosidad con todo el mundo, mientras que Nugent era todo lo contrario, la más odiada. De hecho, el juicio tuvo que celebrarse en otro condado porque un jurado popular le hubiera absuelto. Lo más interesante del filme, aparte de la brillante, seductora interpretación de Jack Black, es el nada diáfano híbrido entre documental y ficción que pone en marcha, con los propios vecinos de la comunidad, que conocieron a Bernie, hablando sobre él a la cámara y recordando los acontecimientos. Aunque haya motivos para ello -están celebrando la personalidad y defendiendo la humanidad de un asesino muy calculador-, Linklater no trata a estos personajes con superioridad, sino que los integra en un extraño tono tragicómico rebosante de humanidad que es absolutamente clave.
Aparte de que las tres películas, puestas en relación, proponen métodos muy distintos de cómo llevar historias implausibles a la pantalla, también se infiere de ellas un retrato poco halagüeño del rostro profundo de Estados Unidos. Teniendo en cuenta que en gran medida las tres se sumergen en los contextos comunitarios de la población norteamericana que supuestamente votará a Mitt Romney -pues tanto Ohio como Kentucky y Texas son estados tradicionalmente republicanos-, entendemos la pertinencia de que en estos tiempos las tres se hayan realizado para su estreno justo antes de las elecciones norteamericanas. Ver para no creer.