El cine se muere, se desintegra, pierde su hegemonía cultural y su impacto creativo. Así lo entiende un amplio sector de la crítica cinematográfica norteamericana, sobre todo examinando el cine de su país, mientras otras voces surgen como reacción y enmienda, iluminando el otro lado de la moneda. En las últimas semanas, toda una serie de artículos han anunciado-una vez más- la defunción del arte cinematográfico y su influencia en la cultura popular. No es algo nuevo, ocurre cada cierto tiempo, es un mantra mortuorio del periodismo cinematográfico. Al cine se le han oficiado muchos funerales. En todo caso, la excelencia de algunos artículos, y el diálogo virtual que mantienen entre ellos, merece ser glosado y examinado. En sucesivos posts, aparte de ofrecer enlaces a los distintos artículos, traslado aquí las líneas y argumentos generales sobre los que fluye (y seguirá fluyendo) este debate, del que todo espectador podrá extraer sus conclusiones, al tiempo que yo iré extrayendo las mías.



Diversos críticos norteamericanos, algunos de una influencia poderosísima, hablando del fin del cine. Algunos, como Roger Ebert en La muerte súbita del cine [Chicago Sun-Times], lo hacen desde una concepción estrictamente materialista -el fin de Kodak y el celuloide-, pero que inevitablemente trae consigo otras muertes, otras formas de entender y hacer cine. La concepción creativa, digamos incluso espiritual, del arte cinematográfico, es la que parece estar en franco declive para ciertos cronistas y sectores de la crítica del cine contemporáneo. En el controvertido artículo ¿Está la cultura cinematográfica muerta? [Salon], Andrew O'Hehir traslada el foco de la popularidad al formato televisivo, y se pregunta cómo al creador de Los Soprano, David Chase, se le ocurre en estos tiempos pasarse al cine -ha estrenado en el New York Film Festival la película Not Fade Away- ahora que la hegemonía audiovisual está en la pequeña (ya no tan pequeña) pantalla. "No hay forma posible en esta tierra de Dios que Not Fade Away -sea buena, mala o indiferente- se acerque en ningún caso al valor cultural o el impacto de Los Soprano", escribe. En verdad, lo que el artículo se pregunta es si hay posibildiad hoy en día de que alguna película pueda alcanzar esa clase de "trascendencia cultural", formar parte de las "conversaciones nacionales" y convertirse en un asunto de "interés general".



En The New Republic, David Denby ha hecho lo propio recientemente en otro artículo -¿Ha asesinado Hollywood las películas?- que plantea desde su título la cuestión de si en realidad no ha sido la propia industria la que ha aniquilido su capacidad de generar grandes relatos y grandes hitos, esos de los que todo el mundo habla, pues el cine comercial americano está dominado por la instantaneidad y la repetición: durante una semana, gracias a la maquinaria promocional, la franquicia de turno se convierte en el gran evento del año, para caer en la indiferencia y el olvido un par de semenas después. Hollywood trabaja instalado en la amnesia. También propone algunos argumentos inaceptables, como que en los años treinta, en Estados Unidos, iban tres veces más personas al cine que ahora, cuando la población era dos veces inferior... ¡Pues claro! Ir al cine entonces era la única forma de ver películas. Hoy, afortunadamente, hay muchas más, y además no todas ellas son tan fácilmente cuantificables como contar el número de entradas vendidas. Pero no le falta razón a Denby cuando sostiene que los grandes directores del pasado -de Griffith a Scorsese, pasando por Renoir, Lang, Kurosawa, Premminger, Ford, Fellini, etc.- nunca imaginaron que harían películas para pequeñas audiencias, como las hacen ahora Coppola o Ferrara o Lynch. Sostiene que la corporativización global del negocio ha extirpado del cine comercial los personajes complejos, el contenido político y las estéticas locales (todo tiene que ser reconocible por todo el mundo), que por lo tanto ha infantilizado sus contenidos y ha desintegrado su lenguaje (el cine fantástico y la adaptación de cómics como principal consecuencia), y que consecuentemente los autores dentro de la industria -Alexander Payne, Terrence Malick, P. T. Anderson, Guillermo del Toro, Kathryn Bigelow, etc.- solo pueden desarrollar sus visiones con pequeños presupuestos, pero no todo lo que un artista quiere decir puede hacerlo con 3 millones de dólares.



Es una visión que entra en clara sintonía con el libro The Whole Equation (2004), en el que David Thomson relataba de forma fascinante las relaciones entre arte y dinero o creación y negocio en la historia de Hollywood. Thomson también se suma en The New Republic al funeral. En su artículo Las películas americanas no esán muertas: están muriendo, toma como ejemplo el Top 100 de la revista Sight & Soundpublicado en verano, realizado entre casi un millar de críticos de todo el mundo, para apoyar la tesis mortuoria. Lo hace sin embargo desde una perspectiva realmente interesante. En su repaso a los hitos del cine desde Dziga Vertov a nuestros días, centra la atención en cómo la muerte como concepto general y la muerte del cine como concepto particular ha sido un tema tan viejo como el propio cine. Los Lumière, de hecho, enterraron el cinematógrafico nada más nacer, como nos recuerda Godard en El desprecio (1963), y como el propio Godard también afirmaría al final de Week End (1967), que se clausuraba con las palabras: "Fin del film. Fin del cine". Al igual que el falso mutis de Godard, a toda defunción del cine -a manos del sonido, la televisión, el color o el digital- siempre le ha sucedido un renacimiento. Destaca Thomson además cómo una parte muy considerable de las películas aupadas por los críticos a los primeros puestos son obras que tienen en el corazón de su discurso la propia muerte. Sin ir más lejos, las dos primeras, Vértigo y Ciudadano Kane, convocan su poética emocional sobre el deseo de muerte de sus personajes.



No se detienen aquí los cantos fúnebres ni los sentimientos de pérdida respecto al hecho cinematográfico. Inspirado por una charla sobre crítica cinematográfica que dio en la Universidad de Long Island, A. O Scott también propone en The New York Times varias preguntas incómodas, pero que parecen planear o estar muy presentes en las mentalidades del público y los profesionales: "¿Son las películas, esencialmente, algo del pasado? ¿Lo que sea que tengamos ahora, digital o analógico, representa como mucho la pálida sombra de la gloria de otros tiempos?". Para toda una serie de comentaristas, parece claro que la "Era de las Películas" (como tituló Pauline Kael su recopilación de ensayos y críticas cinematográficas ) quedó atrás, que ahora hay otras expresiones culturales y formas de ocio que importan más; que las grandes películas, esas que se hacían antes, ya no tienen cabida en las salas comerciales, que épicas extraordinarias como El Padrino o El Gatopardo no volverán jamás a producirse. En definitiva, que ya no se hace el cine que se hacía antes ni cabe la posibilidad de que regrese. Aunque tipos como Baz Luhrmann se empeñen con proyectos tan desesperadamente nostálgicos como Australia, o Martin Scorsese y Michael Hazanavicius y Pablo Berger intenter capturar la magia primitiva del cine mudo con tecnologías del presente.



Entre unos y otros nos recuerdan (o tratan de convencernos) de que hubo un tiempo en el que debatir sobre los ensayos de cine de Susan Sontag, la pulsión antiimperialista de Glauber Rocha o la última película de Antonioni era lo más in, lo más vivo de la vida intelectual, tanto en América como en Europa. Todo artista que no conociera a Pasolini o a Buñuel era estigmatizado con lagunas injustificables. Y por lo visto, ahora no se habla de nada de eso, ahora no importa lo que el cine, popular y/o artístico, tenga que ofrecer. "No tiene ningún sentido pretender que las películas juegan el mismo papel dominante en nuestra cultura que alguna vez jugaron, o que el cine de arte y ensayo tiene algún tipo de impacto en la cultura mainstream", escribe Andrew O'Herir. Soy demasiado joven para haber vivido los tiempos de efervescencia de la modernidad, pero tiendo a pensar que quienes sí lo vivieron lo recuerdan con una comprensible mezcla de nostalgia y de mitificación -historia filtrada por el sentimiento-, que en verdad la gente no llenaba las salas para ver las películas de Bergman y Godard (se pueden consultar las taquillas), y que realmente las disputas entre Pasolini y Rohmer, o entre los críticos más populares, nunca formaron parte de las conversaciones mundanas (no al menos de forma habitual) o de las preocupaciones de la gente, sino de círculos más bien especializados, cuando no marginales. Prácticamente igual que ahora, solo que esos círculos son hoy en día más amplios y desde luego no tan herméticos. Así que tiendo a pensar más bien lo contrario.



(Continuará...)