En la identidad de Amin Maalouf (Beirut, 1949) hay una herida que seguramente nunca cicatrice. Abandonó el Líbano en 1975, cuando estalló la guerra civil, y se instaló en París, donde vive desde entonces. Fue en esos días cuando empezó a comprender que la vida iba en serio, que diría Gil de Biedma. Antes de que empezase el conflicto vivía hermanado con judíos, cristianos (como él), musulmanes, patriotas, internacionalistas, ateos, izquierdistas, conservadores... En su grupo de amigos confluían las múltiples tendencias ideológicas y religiosas de su país. Pero todo estalló por los aires. La quimera de la convivencia quedó despezada cuando los fanáticos empezaron a rociar de plomo las fachadas de los barrios enemigos.
Maalouf, premio Príncipe de Asturias en 2010 y miembro de la Academia Francesa, no deja de lamentarlo ni un solo día. "Fui un privilegiado al vivir esa época. Entonces yo no lo sentía así, para mí esa armonía era lo normal. Fue más tarde cuando me di cuenta de la suerte que había tenido", explica el escritor francolibanés a elcultural.es en la Casa Árabe de Madrid. En su última novela, Los desorientados (Alianza Editorial), ha decidido regresar a aquella arcadia feliz. Vuelve desde el territorio del desencanto, cuando sospecha que el mundo al que pertenece "se está desmoronando".
Maalouf por fin aborda este capítulo biográfico e íntimo que hasta ahora había estado sobrevolando sin atreverse a aterrizar en él. Su camino ha sido el inverso al habitual. En lugar de hablar en sus primeros libros de su experiencia directa, se había remontado a periodos previos a sus propias vivencias. Así lo hizo con León el Africano (ambientado en el mundo mediterráneo del siglo XVI) y Orígenes (enclavado en la época de sus abuelos). Los desorientados es, en cierto modo, un intento de cerrar esa herida de una vez por todas, un libro en el que vuelve a mirar a la cara a todos aquellos amigos que siguieron caminos tan dispares y entre los que los terminaron por entrometerse los prejuicios políticos e identitarios.
El gesto de Maalouf se emborrona con sombras cuando lo recuerda. "En todos estos años he visto cómo se rompían demasiados sueños... Soñaba con la paz en Oriente próximo, con que el mundo árabe se fuera democratizando, con que la identidad de cada pueblo no fuera un obstáculo para convivir".
- ¿Y la Primavera Árabe no le ha devuelto la ilusión?
- Al principio, sí. Las primeras fases fueron muy prometedoras. Surgió como un movimiento que pretendía sacudirse las dictaduras, que se conectó y se comunicó con métodos muy modernos, que pronunciaba unas consignas muy civilizadas...
- ¿Entonces?
- Es que luego todo eso cambió. Hubo un día concreto en que se produjo el punto de inflexión. Lo recuerdo perfectamente porque fue el día de mi cumpleaños, el 25 de febrero de 2011. Poco después de que dimitieran Be Ali en Túnez y Mubarak en Egipto, se produjo la represión violenta en Libia. En ese momento no me di cuenta pero aquel suceso lo cambió todo, porque un movimiento pacífico no puede seguir siéndolo si se combate con tanta saña. Igual pasó en Siria.
- Pero no habría que minusvalorar sus efectos, ¿no? Ha hecho caer a muchos dinosarios...
- El problema es que cuando los derribaron no tenían un movimiento político coherente detrás para tomar el poder. Los que obraron el milagro desaparecieron de la escena pública. En Egipto, por ejemplo, los militares tomaron el poder porque nadie lo tomaba, estaba como tirado en el suelo sin que nadie le prestara atención. El ejército no sabían muy bien qué hacer con él. Al final los que se lo han quedado han sido los partidos más conservadores, con ideas muy lejanas de la modernidad democrática.
Las preocupaciones de Maalouf, como es natural, también se extienden a su tierra natal, donde las aguas bajan revueltas después del asesinato del jefe del jefe de inteligencia (ya hay varios muertos por los enfrentamientos). La escalada de violencia tiene un fin incierto. "No sé si estamos a las puertas de una nueva guerra civil. Espero que no. Creo que las razones internas no son suficientes para desencadenarla, pero el Líbano está dentro de un contexto muy agitado y no puede abstraerse de él. En realidad, lo que pase en el Líbano depende mucho de lo que suceda fuera: de la evolución de la guerra en Siria, de las relaciones de este país con Irán, de las de Irán con Hezbolá, de las de Irán con Israel".
Parece que la guerra es la maldición de su patria. Cuando parece que va a levantar cabeza, un nuevo conflicto armado la vuelve a noquear, y así siempre en las últimas décadas. Maalouf, aunque se duele de la herida que lleva en su conciencia todo emigrado, no se siente un desertor por haber salido del Líbano cuando el odio se desbocó. "Hay muchos libaneses que también se fueron como yo que sí se sienten culpables. Y también los hay que pretenden hacértelo sentir. Siempre tuve claro que no debía implicarme en aquella guerra. No sé qué hubiese sido de mí si hubiera permanecido allí. Quizá ni hubiera sobrevivido. Yo me alejé geográficamente del Líbano, pero siempre mantuve los vínculos muy frescos con el país: en todo momento he estado informado de lo que ocurre allí, aunque ha habido intervalos de hasta 11 años en que ni lo he pisado. La verdad es que de mis amigos libaneses soy el que menos voy".
Su último regreso no lo ha hecho físicamente, sino con el recuerdo, que ha alumbrado Los desorientados. Lo podría haber titulado también Los desencantados. Maalouf no parece albergar esperanza alguna de que su pueblo recupere los tiempos felices. El nombre que le da al protagonista, Adam, claro alter ego de sí mismo, es prueba concluyente de la pertinencia de esa alternativa en el título. "El nombre lo elegí antes de ponerme a escribir. Luego me di cuenta de su carga simbólica. Roma la fundó Rómulo y su último emperador también se llamaba así. El Imperio bizantino lo fundó Constantino y también se llamaba así su último emperador". La regla de tres que plantea Maalouf queda clara, ¿no?