Novelista, narrador, ensayista, memorialista y poeta, aficionado a la ciencia ficción, el microrrelato y el filandón, José María Merino (La Coruña, 1941) lo ha vuelto a hacer y se ha reinventado. Siguiendo una de sus obsesiones literarias más queridas, el leonés ha desenmascarado a un nuevo doble al mirarse en el espejo y se ha atrevido con el realismo por vez primera en 'El río del Edén' (Alfaguara), una novela en la que no hay una casa blanca a la que James Dean tiraba piedras, sino solo dolor y nostalgia de la felicidad perdida.
Lo de Merino por las palabras fue amor al primer tropiezo: se enamoró de ellas en la biblioteca de su padre, un abogado represaliado tras la guerra civil. Allí jugaba a descubrir el significado de las que no entendía, casi todas, con un Diccionario al que sigue amando sin que deje de sorprenderle casi tanto como su propia ficción, que a menudo llega a desconcertarle. Así, por ejemplo, confiesa que El río del Eden nació “de un modo raro” porque al principio “ fue una historia de amor y traiciones”, pero que intentó hacer algo distinto y “abandonar la fantasía, escribiendo mi primera novela realista sobre eso tan complicado que llaman felicidad, en un contexto de naturaleza libre, ajena a la mano humana”.
-¿Como en En el lugar sin culpa o La sima?
-Sí, pero en este caso le daba vueltas a un río. Y entre los ríos elegí el Alto Tajo, que tiene un encanto especial, y pensé en llevar allí a los personajes y contar una historia idílica.
Luego todo se complicó:
-Sí, me fueron surgiendo personajes como Silvio, el niño con síndrome de Dawn, el niñodaun, hijo del protagonista, o situaciones como el accidente de la madre, pero hace tiempo que descubrí que si un cuento es una iluminación, una novela produce siempre su propia lógica.
-¿Y dentro de esa lógica, con qué personaje se identifica más?
-No sé, hago un homenaje personal a alguna mujer que he conocido en Tere, la madre muerta cuyas cenizas llevan al río, pero quizás tenga algo de Daniel, el padre, a veces muy generoso y otras mezquino, valiente y cobarde. Con los años he comprendido que tenemos por lo menos un doble, y debemos intentar que sea consecuente.
-Sorprende que su río del Edén esté en Guadalajara y no en León... ¿Demasiado frío para ser el paraíso?
-Bueno, yo soy leonés irremediablemente, pero eso no quiere decir que no tenga una visión universal y una visión española. Ahora que tanto se está hablando de separatismo tengo clarísimo que esta península unida es un regalo de los dioses. En cuanto a la elección del río tiene que ver con que yo quería un lugar de traición, y ese lugar es la Laguna de Taravilla, el lugar de Don Rodrigo y del Conde Don Julián,el traidor por antonomasia de nuestra historia.
-Ahora que menciona a Don Julián, la verdad es que la novela es un relato de traiciones...
-Si, para mí era importante narrar cómo la infelicidad es la consecuencia de la ocultación, de la inconsecuencia, del arrepentimiento. Es una historia de espejos que reflejan mutuas deslealtades.
-Parece que lo de las traiciones es nuestro sino, porque pocos ciudadanos hoy no se sienten traicionados por políticos, sindicatos o banqueros.
-Bueno, en estos momentos confusos faltan algunas lealtades fundamentales. No se puede recortar todo con la guadaña, sin conciencia social.
Utopía y eternidad
Sin embargo, no todo en este libro (ni en la vida) es traición. También aparece la eternidad:
-Sí, yo creo que la eternidad es una falacia con la que nos quieren convencer de que esto es efímero y que da igual todo. Pues no, deberíamos intentar solucionar los problemas de este instante, como el hambre en el mundo. Si la felicidad eterna existe, mejor, pero hay crearla aquí y hoy.
-Eso es algo que también dice Tere en la novela, cuando comenta lo fácil que sería paliar el gigantesco volumen de desdicha del mundo...
-Pues sí, yo estoy convencido: hay cosas que parecen utópicas, pero acabar con el hambre no lo es, aunque existan unas estructuras de egoísmo y de usura en el sistema que se han evidenciado con la crisis financiera. Es lo mismo que lo de los paraísos fiscales: ¿qué está pasando? A mí me escandaliza. ¿Por qué no se reclama el dinero evadido fraudulentamente? Verá, en el siglo XXI no puede haber gente pasando hambre, ese debería ser el punto número uno de la ONU. Habrá que montar lo que sea para que lo que está ocurriendo en el Sahel, esa cosa asquerosa, no pueda suceder.
-Desde luego, pero ¿se le ocurre alguna idea contra la desesperanza reinante? Porque lo que está mal es evidente...
-No lo sé, yo creo que leer da esperanza y combate la demagogia. Pero la literatura está en franco abandono. El otro día estaba en un congreso donde una joven escritora de cuyo nombre no quiero acordarme me reprochó seguir defendiendo el siglo XIX y la lectura de los Tolstoi, Galdós, Dickens. Y yo le dije que no era una escritora sino una impostora, porque la literatura es una gran tradición, y que sin conocer a los maestros no se puede escribir.
-¿Y la educación?
-Es esencial. Lo que no podemos es abandonar el mundo clásico, la literatura, y crear una especie de educación que deja en manos de las maquinitas electrónicas y de twitter la formación de la gente. Desde luego, el sistema educativo, empezando por la familia, es la base del futuro.
Sin dejarse vencer por el desaliento, Merino, que estudió Derecho sabiéndose escritor y que jamás ha ejercido, nos descubre alguno de sus secretos. Por ejemplo, el de su incansable trabajo literario, posible gracias a que, aunque “me organizo como puedo”, entiende “el mundo sólo a través de las ficciones. Por ejemplo, en esta novela, cuando de pronto surgió el niño con el síndrome de Down me puse en contacto con la Fundación y con niños afectados para comprenderlo mejor. Desde que era niño mi virtud o mi vicio fundamental es la curiosidad.
-Déjeme caer en ella, en la curiosidad: ¿cuál es el secreto de un buen microrrelato?
-No lo sé, quizá una pequeña vuelta de tuerca, la perspectiva, la voz. Aunque parezca un arte muy sencillo y haya incluso escritores que abominan de él, porque les parece superfluo,un buen microrrelato es muy difícil de conseguir.
El refugio del poeta
-¿Son los suyos, quizá, el último refugio del poeta que fue?
-Bueno, la poesía me enseñó a escribir narrativa porque te obliga a ser conciso, a buscar imágenes con fuerza y a sugerir. Mis relatos han heredado lo que tuve de poeta narrativo, de baladas, porque jamás fui un poeta lírico: intento hacer una prosa concisa, pero sí, a veces llegan ramalazos del poeta que fui.
Habla de la poesía en pasado porque insiste en que fue ella quiene le abandonó, pero a lo que jamás ha renunciado es al amor al Diccionario. Académico desde hace cuatro años, para él la comisión en la que “nos reunimos a hablar de las palabras es una gozada total. Una palabra que hace 20 años significaba una cosa evoluciona o incluso puede morir: cambian ante nuestros ojos, descubrimos nuevas, las investigamos... ¡Son tan misteriosas!”.