Es difícil escapar de la melancolía que genera Boardwalk Empire. La melancolía asociada a la frustración, a la imposibilidad de evocar los placeres y sensaciones primigenios que despertó Los Soprano, esa serie ineludible, seminal en tantos aspectos. En su tercera temporada (que ahora emite Canal +), la serie producida por Martin Scorsese y creada por Terence Winter sigue tomando prestados temas y motivos de Los Soprano, hasta el punto de que prácticamente se ha establecido como una precuela lejana del drama criminal de David Chase (de principios del siglo XXI en Nueva Jersey a los años veinte del siglo XX en Atlantic City), con el que no en vano comparte guionistas y una cierta fijación por los estudios de personajes extremos en su hábitat y cotidianeidad, personajes todos ellos que definen la psicopatías criminales de América.



[También me gusta pensar en la serie como si fuera una secuela de Deadwood (también de la HBO), señalando las depravaciones de la avaricia gansteril como el resultado inevitable de una maquinaria política al servicio de la corrupción].



En todo caso, es digno de admiración el modo en que a lo largo de sus tres años (de momento), esta serie en torno a los violentos años veinte (no solo en Atlantic City, también en Chicago y Nueva York) ha ido creciendo, adquiriendo mayor solidez, tejiendo con sorprendente equilibrio las tragedias corales, controlando sus prioridades, tramas y sub-tramas con mayor confianza, purgando personajes prescindibles y también introduciendo nuevos rostros y búsquedas. Tras el traumático final de la segunda temporada, con la violenta desaparición de Jimmy Darmody (Michael Pitt), personaje que había adquirido una enorme presencia y generado una gran empatía con el espectador, prácticamente en competencia con Nucky Thompson (Steve Buscemi), todo hacía pensar que los responsables de la serie habían dado un paso en falso, arriesgado y de consecuencias presumiblemente nefastas. Afortunadamente, ha sido lo contrario.



Por un lado, su desaparición ha provocado que una serie hasta entonces demasiado fragmentada, que tomaba desvíos incesantes, dubitativa y bifurcada, encuentre una unidad de la que hasta ahora carecía (y pedía a gritos). Aunque los relatos paralelos y las subtramas crecen y se multiplican, esta tercera temporada -cuyo núcleo dramático, como no podría ser de otro modo, sigue siendo la lucha descarnada por el dinero y el poder- discurre sin apenas disonancias, con extraordinaria armonía, de modo que Boardwalk Empire hace su perfecta transición hacia una "trama en red" que pivota, esta vez sí, alrededor de una única figura, la cada vez más compleja, despreciable y fascinante (a partes iguales) personalidad de Nucky. Por otro lado, el peso de su personaje ha dado paso a la gran novedad de esta tercera temporada: el siciliano Gyp Rossetti.



La tercera temporada de Boardwalk Empire ha tomado como dogma, y ha llevado hasta sus últimas consecuencias, una de las reglas hitchcockianas más elementales, aquella que confía en la energía dramática de un gran villano como factor determinante de la ecuación. Interpretado con tremebunda visceralidad y energía satánica por Bobby Cannavale, el traficante Rossetti, determinado a borrar del mapa a Nucky y hacerse con su imperio, es de esa clase de villanos cuyas pertubaciones se hermanan con el caos y que, en la estirpe del Harry Powell de Robert Mitchum (La noche del cazador, 1955), el Max Cady de Robert De Niro (El cabo del miedo, 1991) o el Joker de Heath Ledger (El caballero oscuro), tiene la capacidad de generar toda suerte de desequilibrios y fugas anárquicas en el relato. Un solo gesto, una sola palabra (¡hasta un ramo de rosas!) puede alterar el orden y la lógica del poder establecidos.