El doctor Frankenstein del siglo XXI, Walter Bishop, desaparece en el tiempo, abandona las pantallas de la FOX y cierra el círculo de los cinco años en antena de la serie Fringe. Las realidades alternativas, los universos paralelos, los viajes en el tiempo y los agujeros sellados en ámbar. Al tiempo que la serie, creada por J. J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci, bebía de un amplio espectro de los hitos universales de la ciencia-ficción, literarios y cinematográficos, también ha abierto nuevos territorios al género, amalgamando con desacomplejada libertad exploraciones realizadas por cineastas que van de Stanley Kubrick a David Cronenberg, tan presente en la quinta temporada.



Fringe no ha dejado de tensar el concepto de "racionalización" que proponían los relatos de Edgar Allan Poe, esa mágica combinación entre el rigor de la razón (el intelecto) y la imaginación creativa. Sí, la segunda noción siempre le ganó la batalla a la primera, de manera que las tramas se hacían a veces impenetrables para la razón, pero a su modo tremendamente eficaces en su forma de suspender la credibilidad de los telespectadores semana tras semana, de acometer piruetas rizomáticas sobre sí mismas. Fringe tomaba la forma de una espiral dramática para luego saltar a otra y así sucesivamente, creando módulos laberínticos que nos atrapaban y expulsaban una y otra vez. La miríada de criaturas y de fenómenos sobrenaturales imaginados por los guionistas no eran en todo caso el mayor de los alicientes, también lo eran el suave humor o la repentina emoción que se deslizaban en los capítulos más memorables (como el del tulipán blanco), el fortalecimiento de relaciones entre sus personajes y, por supuesto, su excelente reparto, encabezado por John Noble, Anna Torv y Joshua Jackson.



Han sido cinco años muy irregulares, con muchos valles, en los que la esencia de la serie siempre podíamos encontrarla en su personaje principal, el científico Walter Bishop (Noble). El alma de Fringe le pertenece: su capacidad de fabular sin descanso sobre lo imposible, a medida que su poder dramático iba en detrimento. Las muertes y reencarnaciones de Walter, Peter y Olivia (y de Nina, Bell, Astrid, Boyles, September...), sus entradas y salidas en distintos universos, sus inversiones de identidad restaron hasta el efecto cero la sensación de "peligro" en la serie (el happy end era inviolable), pero de algún modo, y a pesar de la colisión de tonos que se han manejado a lo largo de la serie, no hemos podido abandonarles sin conocer los destinos que les aguardaban, los finales que imaginábamos para todos.



Ya los sabemos. La temporada final ha abandonado la estructura de episodios semi-independientes, con tramas autónomas que empezaban y terminaban en el mismo episodio, para volcar todos sus esfuerzos en dotar de una plena continuidad narrativa a los trece capítulos, apelando al serial in media res y rompiendo de algún modo la naturaleza episódica de la serie. Recuperamos a los personajes en el año 2036, donde fueron a parar al final de la cuarta temporada, y donde los Observadores -esos seres calvos, con sombrero y maletín, hiper-inteligentes pero vaciados de emoción-, han tomado el planeta, convirtiendo Nueva York en un estado fascista y el Central Park en una maquinaria que genera monóxido de carbono con el fin de aniquiliar a la Humanidad. El objetivo de la División Fringe, que esta vez actúa en clandestinidad, no varía respecto a las temporadas anteriores: salvar el mundo de un holocausto inminente. Se suma, además, la sed de venganza que se apoderará de Peter Bishop.



Al escapar del ambar congelado, Walter, Peter y Olivia se encuentran con la hija, ya adulta, de los dos últimos, Henrietta (Georgina Haig), que es miembro de los combatientes de la Resistencia -hay que ver cómo regresa a la teleficción norteamericana, una y otra vez, la estructura iconográfica del enfrentamiento entre los nazis y la Resistencia... también lo estamos viendo en la segunda temporada de Falling Skies, como lo vimos en la última de Battlestar Galactica-, y que les lidera en la búsqueda de un plan para derrocar a los Observadores, que le fue dado a Walter por Septiembre (Michael Cerveris), el Observador infiltrado y compasivo con los humanos. El problema es que, debido a la extracción cerebral a la que fue sometido Walter en la anterior temporada, no lo recuerda. Debe recomponer las piezas... ¡con la ayuda de cintas VHS!



La gran cuestión que plantea esta season finale apela en sí misma al equilibrio que siempre han buscado los guionistas de Fringe para sus tramas, a las tensiones que se producen entre la inteligencia y complejidad de los dispositivos científico-fabuladores y el poder de la emoción, a las colisiones entre el cerebro y el corazón. Pronto descubriremos que la clave reside en el rescate de un niño-observador (que ya apareció en algún capítulo anterior, lejano, y que a pesar de la importancia que entonces adivinamos que tenía, la seria había abandonado por completo), una anomalía genética de la evolución humana, que es capaz de sentir empatía, compasión y amor sin que ello se convierta en un obstáculo para su extraordinaria inteligencia.



Este tramo final de Fringe, por lo tanto, contiene más respuestas que preguntas, y no todas ellas, como era de suponer, especialmente satisfactorias. En todo caso, algunos desafíos cinemáticos y narrativos, así como diversas fugas de la imaginación, nos convencen, como la extraordinaria puesta en escena escheriana del magnífico episodio sexto (Through the Looking Glass and What Walter Found There), en el que los personajes se adentran en un "pocket universe", o la lenta conversión de Peter Bishop en un Observador desde el momento en que se implanta un chip para poder batallar contra el ejército de Observadores en igualdad de condiciones (son capaces de leer mentes y predecir el futuro) y tomarse la venganza.



Sin duda, la "ficción cuántica" de Fringe (en afortunada expresión de Jorge Carrión) ya había agotado todos sus ases en la manga, había recorrido su trayecto natural, y la fórmula claramente había entrado en la extenuación y el manierismo. La serie que tantos placeres y sorpresas nos ha deparado durante cinco años, acaso como el sustitutivo natural de la fiebre Lost (hubo un momento en que ambas series avanzaban en paralelo y parecían dialogar entre ellas, como si personajes y tramas fueran intercambiables entre sí), ya no tenía más que ofrecer. El final, sin ser decepcionante, no es en ningún caso arrebatador, aunque a su manera no deja de ser brillante y satisfactoriamente conclusivo.



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