Cuando alguien con cierto interés en esto de la novela gráfica tiene entre las manos una obra de Miguelanxo Prado ya no le llama la atención. Podría parecer algo negativo... pero no lo es. Pocos autores nacionales han sido capaces de mantener un nivel de coherencia y calidad en su obra a lo largo del tiempo como el gallego. Ardalén es un ejemplo más.
En esta ocasión compone un cuadro costumbrista de la Galicia rural alrededor de una historia melancólica y misteriosa, que no rehúye de los ajustes de cuentas provocados por el rencor. Un relato que ensalza el papel que juega la memoria a la hora de definir quiénes somos. Y lo hace provocando y confundiendo, deshaciendo el pasado del protagonista con la ayuda de los efluvios que trae desde ultramar un viento mágico que todo lo trastoca. Es en este entreverado universo de recuerdos sin dueños donde surge el ramalazo surrealista: errores y amores, viajes y ciudades que son de otros se apoderan del presente, a su manera, con ímpetu reivindicativo y voluntad de quedarse.
Mientras el cuento de despereza, el lector cae atrapado por la fuerza gráfica del trazo colorista y las miradas penetrantes. Las viñetas parecen cuadros y reflejan con verosimilitud la vida lánguida de aquella esquina de España. Pero las ilustraciones también despliegan el encanto sugestivo de los sueños que vienen de visita. Al final, vuelve a ser la memoria quien nos salva del naufragio final cuando nos enseña a vivir en sus intersecciones y, de paso, descubrir quienes fuimos. Una obra de autor que se lee para recordar.