Lo primero, por si alguien llega de nuevas hasta aquí y no sabe dónde está: llevamos una y dos semanas ya garabateando sobre la vuelta del vinilo y su público actual. Principalmente atendiendo a cómo en el entorno del plástico microsurcado parecen chocar simbólicamente diferentes tendencias actuales en el imaginario, el uso y la industria de la música, y haciendo especial hincapié en una de ellas: como objeto de coleccionismo, adoración y especulación.



El disco de vinilo pertenece de toda la vida a esa categoría de industrias y negocios en que el equilibrio la oferta y la demanda es inestable, lugares húmedos y cálidos donde proliferan toda clase de bichos y microorganismos. Siempre ha habido coleccionistas y fans, incluso trabajadores y creadores de la música que como los DJ's que buscaban el chollo codo con codo con aquellos en ferias o polvorientas tiendas de segunda mano. Pero las posibilidad de compra on line y sobre todo de puja en subastas ha globalizado el mercado, incrementado astronómicamente el volumen de negocio y el numero de personas habituales de estas prácticas.



Sin olvidar que se trata en general de un sector de negocio que lleva años creciendo en un momento de hecatombe comercial, lo que ha contribuido a su propensión inflacionista. Por ejemplo, novedades como Coexist de The XX, el vinilo más vendido en el Reino Unido en 2012, sale por 25 libras, más de tres veces lo que cuesta el CD. En un momento en que en los mercados importantes del disco como el mundo anglosajón hay músicos nuevos y reeditados que apenas sólo venden en vinilo, lo irónico está en que las reediciones de los sellos grandes suelen ser no aptas para el bolsillo del público al que en principio van dirigidos sus contenidos y canciones. El mensaje para el chaval urbano que se busca la vida como puede llega ahora a treintañeros, cuarentones (y subiendo) profesionales de posición socio- económica holgada o acomodada.



Esto en cuanto a las cosas más normalitas. Pero, ¿son éstos los sellos aparecen en el mencionado blog para especuladores del vinilo Recordflipper e incluso escriben a sus responsables para que promocionen sus lanzamientos? No. Son más bien una serie de recientes casas de discos exquisitas que buscan la excelencia material que se da en otros ámbitos. Hablamos de un fenómeno que ha proliferado con el rebrote del vinilo. En la última década han ido surgiendo propuestas interesantes como la de los británicos The Vinyl Factory, label especializado en ediciones súper limitadas de calidad artesanal de artistas asimismo para exquisitos. Aunque su catálogo incluye ediciones más normales y asequibles, su punto de distinción son ediciones especiales y reducidas de Pet Shop Boys, Brian Ferry, Duran Duran, David Bowie, Kraftwerk, Massive Atack, Burial, Hot Chip, de autoras de música contemporánea y experimental como Anna Meredith y hasta de ¡Black Flag! Sus discos llegan a alcanzar precios de 300 libras como la edición exclusiva y limitada de Hurricane de Grace Jones.



Pero hay un sector de lo que publican que puede darnos más pistas sobre todo esto que estamos hablando: The Vinyl Factory pone en circulación puñaditos de discos de artistas que proceden de las artes visuales o plásticas como Dinos Chapman (Luftbobler) Martin Creed (Chicago) o Jeremy Deller (Exodus, un disco con sonidos de murciélagos), en ediciones que bien podrían ser propias del ámbito fotográfico o de la obra gráfica original y a precios en muchos casos propios de la gama baja del mercado del arte. Eso nos da la clave.



"La música es arte" reza la divisa de The Vinyl Factory. Nada que objetar, por supuesto. Además, parece evidente que el vinilo, con sus incontables ventajas como formato, con su capacidad para aglutinar de forma no retro esa esencia de género ya histórico de la música pop que es el álbum, con todo lo que representa como objeto, es una parte de la solución para la salvaguarda esta forma musical.



El alto coleccionismo de ellos como objeto artístico, clubes privados sólo para enterados con dinero no parecen ser muy compatibles con todo eso. Existe ahí un riesgo de que la música pop se museifique. Así lo veía cuando empecé a escribir este post, pensaba que todo el negocio que se ha montado alrededor era execrable. Ahora mismo no tengo tan claro que sea tan horrible. Quizá puede verse una ventaja de estas prácticas de precios excesivos para discos nuevos o reeditados en cualquier gran superficie: al menos, convertir el vinilo de pop en icono, fetiche, en lujo, etc. dignifica y pone en alza su apreciación, su capacidad de transmitir sueños. Supongo que a una parte de mí le parece excitante encontrar semejante vinilo-filia.



Al tiempo otro de mis yoes tiene la seguridad de que, de mantenerse la inflación en el formato, se llegaría a una muerte segura de sus valores, que se transformarían en otros muy distintos. En esta época de eterno retorno, incluso podría darse el caso de que el CD pueda convertirse en unos pocos años el nuevo vinilo, que regrese cuando éste se haya convertido en algo execrable, una escusa de snobs atesoradores de objetos preciosos con dinero que gastar, de coleccionistas y de especuladores con sus Sotheby's en miniatura (o no) y on line.



Me decanto por no alimentar una clase de pasión por el vinilo que no tiene que ver con lo musical: el coleccionismo, los locos de las subastas y los intermediarios espabilados que se aprovechan de la ansiedad de los más fans más fatales. Un poco de mitificación no le viene mal. La música pop es arte, desde luego, pero es arte mientras siga siendo popular.



Sí, claro, si tuviera en mi poder un vinilo viejo o no que supiera que puede pagarme un mes de alquiler, creo que no dudaría en venderlo y contribuir con mi granito de inercia a la espiral autodestructiva. Pero espero que esa clase de muerte no llegue nunca. Para ello no queda otra que detener la inflación y que la base de las publicaciones bajen a precios muy populares.



Eso o soluciones más drásticas. Aunque no sé si alguna vez dispondré de una, me encuentro entre los que esperan con fiebre que se confirme el próximo boom de la impresoras 3D de coste reducido. Sobre todo desde que tuve conocimiento del invento en que anda metida Amanda Ghassaei. Esta jovencísima diseñadora de cacharros está dando qué hablar porque ha desarrollado un prototipo ya en funcionamiento de un disco de plástico a 33 rpm impreso en 3D. Aún tiene una calidad de fase de pruebas (formato de la cuarta parte de definición de un MP3 a apenas 11kHz), y al parecer cada prototipo le salió por unos 300 dólares. Pero muchos, empezando por la misma Ghassaei, creen muy factible la mejora de calidad y el abaratamiento, lo que junto a la popularización de precios del universo de las impresoras 3D debería resultar imparable. Las posibilidades que este híbrido analógico- digital Do It Yourself abriría son inimaginables. Se perdería la artesanía de la manufactura, parte del aura de pieza única de los vinilos. Adiós a ese aura, adiós. Se volvería otra vez algo al alcance de muchos, intercambiable, personalizable e impulsaría una bajada de los precios de ediciones no caseras.



En todo caso, parece algo fantasmagórico hablar de las potencialidades de tal aplicación tecnológica en un país donde, al margen de los coleccionistas, a menudo lo que simplemente sucede es que personas que disfrutan de verdad de la música y que entienden lo especial del formato vinilo no disponen de un plato donde ponerla. Si un sello distribuidora o tienda quiere potenciar el consumo de vinilo aquí tiene una idea gratis: ingénienselas para regalar platos donde ponerlos.



O quizá si los vinilos fueran muy baratos y accesibles y después pudieran convertirse en algo más práctico... No sé, discos comestibles con diferentes sabores y muchas propiedades energéticas y nutricionales o embriagadoras. Vinilos sabor sushi o vinilos de cubata. Quizá algo así podría funcionar.