Dos actores en común que destacar: Jessica Lange (adictiva, como siempre) y Zachary Quinto. La primera, en la piel de una viciosa monja, la hermana Jude, al frente de un asilo mental en New England, durante los años sesenta. Quinto, por su parte, interpreta a un psiquiatra que trabaja temporalmente en las instalaciones del frenopático. El primer gran estímulo para habitar esta segunda temporada son sus espacios: los pasillos, celdas, despachos, sótanos, morgues, salas de operaciones y pasadizos ocultos de un manicomio en los años sesenta, dirigido por la institución clerical. Pende como una sombra a lo largo de toda la temporada el famoso documental con el que debutó Frederick Wiseman, Titicut Follies (1967), tan polémico entonces y todavía hoy (por otros motivos), que mostraba por primera vez a los americanos el trato inhumano que recibían los pacientes de una institución correccional de Massachusettes, donde los presos vivían atrapados en su locura. Y es que otro de los grandes alicientes de American Horror Story: Asylum es que sus reflejos del terror tienen un contenido más histórico que mitológico, más metafórico que explícito, más realista que fantástico (aunque hay mucha fantasía, faltaría más), de manera que el conjunto funciona como un cautivante diagnóstico clínico de los trastornos mentales de la sociedad norteamericana, codificados en clave de terrror.
En el asilo de horrores conviven lunáticos, monjas castradoras, ninfómanas, aliens, adolescentes poseidos, asesinos en serie enmascarados, mad doctors, clérigos maquiavélicos... a través de cuyas patologías la serie de Murphy reflexiona sobre los horrores sociales de América -sexismo, racismo, homofobia, machismo, paranoia, culpa religiosa-, de modo que lo que termina por emerger es la historia de los misfits, los freaks, y de todos aquellos que no encajan en la sociedad y deben aprender a sobrevivir. Aunque en verdad, el gran tema de esta segunda temporada no es otro que el PASADO, así, con mayúsculas, el del siglo XX y el de todos los personajes, cuyas verdaderas identidades, traumas y secretos más inconfesables van deshojándose mediante un perverso y rizomático juego narrativo. Son múltiples las piruetas de guión que van más allá del mero juego acrobático, haciendo al espectador partícipe de la demencia general que se apodera de la serie, reforzada por la hipérbole estética y el magnífico trabajo de sonido, embaucando al público con un montaje maniático y violento, en el que ningún plano se extiende más allá de cinco segundos. En su determinación por contagiar a la mente del espectador la malsana excentricidad de sus criaturas, la apuesta de Asylum pasa a veces por generar estímulos en cascada mediante determinados códigos cercanos al cine experimental.
Como si habitáramos El quimérico inquilino de Roman Polanski, durante gran parte del tiempo no podemos tener la certeza de si lo que hemos visto y oído es real o producto de la locura, de la subjetividad de algún personaje. "La enfermedad mental es la explicación moderna del pecado", dice la hermana Julie, sintetizando así las tensiones patológicas de una sociedad que, especialmente en los años cincuenta y sesenta, pero aún hoy, se debatía entre la religión y la ciencia, el matriarcado y el patriarcado, consumida por la ignorancia, la hipocresía moral y todo tipo de represiones, convencida entre otras cosas de que había que "curar" a los homosexuales con terapias de electroshock o de que la ninfomanía era una clara manifestación de índole satánica. Pero de entre todas las formas del MAL, también en mayúsculas, sobre las que se cimenta American Horror Story: Asylum, ocupa un lugar central los infiernos del holocausto judío. El horror de los horrores del pasado siglo, a través de uno de sus aspectos más ignorados por el cine (los experimentos científicos con la población judía), aparecen encarnados en la siniestra figura del doctor Arthur Arden (gran James Cromwell), el mad doctor con un pasado nazi.
Las numerosas citas y tributos a los clásicos del cine de terror eran un arma de doble filo en la primera temporada. Hacían su aparición como los fantasmas de la mansión, espectros de una cultura del horror que la serie invocaba como un juego de adivinaciones, consensuando cada subgénero en sus doce episodios, pero sin trascender el mero collage de referencias mediante la hipérbole visual. En esta segunda temporada, los ecos con la cultura cinematográfica se multiplican y se expanden más allá del terror (a no ser que entendamos que Falso culpable o Malas tierras o La lista de Schlinder o Alguien voló sonbre el nido del cuco son en verdad películas de terror), pero también son más sofisticados y sutiles, y sobre todo uno siente que no están ahí como meros guiños, sino que realmente sirven a la historia y no juegan en contra de ella, le añaden significados y capas de lectura. En un momento dado, los pacientes del asilo cantan y bailan como si fueran los personajes de un musical dirigido por Lynch, y este tipo de excentricidades no hacen si no enriquecer la serie. Desde El exorcista, que ocupa un lugar importante (ya presente en la magnífica intro), pasando por La noche del cazador, La naranja mecánica, La invasión de los ultracuerpos, los zombis de Romero y por todas las variantes posibles de la "nunsploitation" con sus monjas psicóticas y su histeria religiosa -el filme escandinavo mudo Häxan (1922) como película seminal-, entre la infinidad de citas no podía faltar la inteligente, astuta evocación del Shutter Island de Scorsese, donde también el nazismo, la culpa histórica y los juegos de percepción entre lo que es verdad y alucinación conformaban su esqueleto psicológico.