Alberto Castrillo-Ferrer

Hoy estrena 'Al dente' en el Teatro Fernán Gómez.

Dice Alberto Castrillo-Ferrer (Zaragoza, 1972) que pasados los cuarenta uno empieza a plantearse más seriamente temas como la muerte. Precisamente esta edad ronda el director de Al dente, una comedia que reflexiona sobre la amistad, el triunfo y el fracaso en una etapa de la vida en la que cuestionarse ciertas cosas puede ser el equivalente de abrir la caja de Pandora. En torno a la mesa de la cocina se reúnen Carmen Barrantes y Jorge Usón, con los que Castrillo-Ferrer coincidió en Cabaré de caricia y puntapié, y Laura Gómez-Lacueva y Hernán Romero. En una cartelera en la que abundan las obras que reflexionan sobre la situación actual, reivindica un tipo de teatro basado sólo en "lo que te apetece". Porque, asegura, "nos están obligando a posicionarnos y nuestra lucha es hacer bien nuestro trabajo".



Pregunta.- Pasado el ecuador de los cuarenta, ¿es la obra una forma de exorcizar demonios?

Respuesta.- (Risas.) Algo hay de eso. A esta edad, te interesan una serie de cosas. Los amigos, que a lo mejor en la juventud eran todos iguales, de repente están en otro lugar. El teatro hace las cosas más grandes, más evidentes. Concentra emociones. Me interesa el tema de cómo vamos evolucionando en la vida. Es una edad en la que nos ponemos enfrente un espejo y somos conscientes de que probablemente hemos vivido más años de los que nos quedan por delante.



P.- Uno de los personajes se ha hecho famoso, y esto condiciona el comportamiento de sus amigos. ¿Es un guiño autobiográfico?

R.- No, aunque es algo que vemos todos los días. Es verdad que la fama abre puertas, y que somos un poco demasiado aduladores. No creo que por ser famoso alguien vaya a proporcionarte más bienestar. La fama nos modifica, pero independientemente de su condición, las personas son lo que son.



P.- ¿Cómo surge la idea para la obra?

R.- La idea no es mía, surgió de una obra francesa que se llama Cuisine et dépendances. La adapté para hacerla con cuatro actores.



P.- Vuelve a coincidir con parte del reparto al que dirigió en Cabaré de caricia y puntapié. ¿Cómo ha resultado?

R.- Muy bien, porque ellos también querían hacerlo. Es un placer trabajar con ellos. Pero su trabajo es un gran contraste con Cabaré, aquí encarnan personajes muy diferentes. Al dente es más naturalista, desde el humor, pero no acaba siendo una comedia.



P.- ¿Cómo influye su experiencia como actor a la hora de dirigir? ¿Se considera un director de actores?

R.- Eso me dicen. Me gusta mucho entender y profundizar en el trabajo de los actores, más que en las ideas plásticas y la puesta en escena. Ver cómo se va matizando y limando una escena día a día. Por supuesto, influye que sea actor, porque el actor es el centro del teatro. Sin él no hay teatro, por eso hay que cuidarlo y exprimirlo al límite.



P.- Hace unos días se entregaban los premios Max en un ambiente de reivindicación contra los recortes en la cultura. ¿Cómo ve la situación?

R.- Me sumo a la reivindicación, pero nos están obligando a ser políticos y altavoces de la sociedad en todo. Hay un tipo de trabajo que te apetece hacer en un determinado momento, y puede ser reivindicativo, pero en otros momentos quieres hacer otra cosa que no tiene nada que ver con la situación actual. Me da pena que nos estén obligando a posicionarnos, como si nos hubieran llamado a la mili. Luego resulta que el que más ruido hace encima del escenario es el más tímido y el más conservador en la vida real. Nuestra lucha es hacer bien nuestro trabajo y comunicar bien al espectador. Montar bien una obra es un acto político.



P.- Cada vez es más frecuente que actores, directores y compañías tengan que sacar adelante una obra por sus propios medios, como les sucedió con Feelgood.

R.- Yo llevo catorce años con Gato Negro, y que haya gente que ponga la cara me relaja, porque no estoy solo. El teatro es algo familiar, y tenemos que saber dividir las figuras: por un lado, somos actores, y por otra, productores. No podemos dejar que se mezclen las dos facetas, porque pasaremos a ser pequeños dictadores de nuestras producciones.



P.- ¿Cree que acabará por imponerse este modelo ante la alternativa de quedarse parado?

R.- No creo, siempre ha habido compañías y productores privados. En la historia del teatro también ha habido gente a la que le gusta estar desde fuera. En España aún no sabemos quiénes son esas gentes. Pero ya es demasiado arriesgado subirte al escenario para que encima arriesgues del otro lado. No tenemos tradición ni formación para eso.



P.- Ha trabajado en varias ocasiones en Francia y en Suiza. ¿Cree que el teatro se respeta más allí? ¿Tiene más apoyo institucional?

R.- En todos los países en los que he estado el teatro tiene más respeto social e institucional que aquí. El de España es un caso tercermundista en lo que respecta al respeto y la consideración. Parece que es uno de los grandes males de nuestra sociedad. El día en que el teatro se equipare a otros oficios, se habrá dado un salto cualitativo y habrá cambiado la mentalidad de la sociedad. Europa sabe que tenemos una función social, y si no, que nos digan que somos ilegales. O somo útiles, o no somos inútiles.



P.- ¿Contempla la perspectiva de marcharse a Francia definitivamente?

R.- He vivido allí ocho años. Es la familia lo que me retiene aquí. Paso largas temporadas en Francia y Suiza. El artista no se debe a ninguna patria excepto a su arte. Soy un hombre del teatro y empatizo con todos los hombres y mujeres del teatro de todos los continentes. No tengo ningún miedo en ese aspecto.



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