Juan Bonilla. Foto: Yolanda Morató

El escritor resucita al poeta futurista ruso Maiakovski en su última novela: Prohibido entrar sin pantalones

Hoy la provocación estética se mercadea serializada y apenas provoca unos bostezos pero hace un siglo, cuando las vanguardias sonaron como un despertador vertiginoso en el sueño de la conciencia burguesa, no se hablaba, digamos, de otra cosa. Para mal, vaya. Porque aquellos vanguardistas, cuyas obras se cubren hoy de polvo en los museos de arte contemporáneo, no fueron en origen más que unos cafres adolescentes que perdían más tiempo en la taberna y liándose a puñetazos con sus "padres" literarios que reclamando la atención de las musas. El futurismo fue la primera de esas vanguardias salvajes y el poeta ruso Vladimir Maiakovski su primer profeta. A la corta pero increíble vida de ese montón de talento y aún más cantidad de ego que fue Maiakovski dedica Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1966) su última novela, Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013). En sus páginas se entreveran biografía, poesía y la imposible historia de Rusia en ese hiato milagroso que separa al zar de Lenin. Y que también señala la metamorfosis del antagonista Maiakovski, al emerger de la crisálida de Octubre de 1917, en poeta del poder.



Pregunta.- ¿Cuándo y cómo se le impuso Maiakovski como protagonista de su siguiente novela?

Respuesta.- En 2001 me dieron una beca en la Academia de España en Roma a cambio del proyecto de una novela sobre futuristas. Fue entonces cuando, por el mero placer de enterarme de qué fue aquello, empecé a coquetear con la idea de hacer una novela sobre algún titán de la vanguardia. Maiakovski fue el elegido porque fue uno de los vórtices de la época, y porque en su tránsito biográfico, permitía ir de la nada a la nada pasando por el todo: es decir, un poeta gamberro y un activista político/artístico cuyo narcisismo le convence de que sus sueños revolucionarios se cumplen con la toma del poder de Lenin, es alzado a categoría de poeta nacional y luego condenado por los burócratas que pasan a considerar la vanguardia como un picor pequeño burgués que debe ser completamente aniquilado. La desclasificación de los archivos de la KGB y la aparición de los documentos que probaban que Maiakovski también ejerció de chivato de la Cheka de Moscú ayudaron mucho a que me decidiera.



P.- La atracción del futurismo. ¿Fue la primera vanguardia cafre/política, modelo para las siguientes, de Dadá al situacionismo?

R.- Sin duda. Fue el pistoletazo de salida, aquel accidente de coche de Marinetti en el año 09 del siglo XX. Los ismos anteriores -el impresionismo, el cubismo- apenas tenían alcance político, apenas necesitaban salirse de las disciplinas artísticas en las que se producían. Los futuristas entienden que no puede haber arte que se conforme con ser arte, y que la condición primordial del arte es anegar todos los demás aspectos de una vida, para que la vida misma sea arte. Un movimiento artístico con esa ambición globalizadora sólo puede tener el precedente del romanticismo, claro, pero a la contra: eran fervientemente antirománticos, o eso se creían ellos. Ese ímpetu, por otra parte, es señal clara de una de sus características menos discutibles: el sentido adolescente de la vida.



P.- ¿Y qué explica que con tanta frecuencia las vanguardias artísticas devinieran en totalitarismo político?

R.- No tenían más remedio, era el curso natural de sus maximalismos. Si quieres transformar la vida, siguiendo el eslogan de Rimbaud, no tienes más remedio que acudir al lugar donde se supone que se pueden dictar -¡dictar!- esas transformaciones, es decir, la política, y dada su naturaleza transformadora, la política revolucionaria. Marinetti llegó a fundar un Partido Futurista que tuvo que aliarse al Partido fascista de Mussolini. Maiakovski lo tuvo más fácil: era bolchevique desde pequeño, su hermana repartía octavillas y folletos del Partido Comunista y esas octavillas fueron su primera lectura, y estuvo preso en las cárceles del Zar antes incluso de saber qué cosa fuera el futurismo. Así que no es que su futurismo le llevara al bolchevismo, sino al contrario: trató de ampliar la lucha bolchevique contra el poder haciendo lo que más nervioso podía poner a la intelligentsia de la época, o sea, las algaradas futuristas.



P.- Tras la agilidad con que corre su libro se adivina una ardua labor de documentación. ¿Se trastocó de alguna forma la historia que quería contar antes y después de empaparse de la vida de Maiakovski?

R.- No. La documentación fue adquirida de forma completamente natural. La novela bebe de libros que yo había leído por placer y curiosidad, libros que hubiera leído igual aunque no hubiera escrito la novela. Para ser sincero sólo leí un libro obligado por la escritura de la novela: La vida sexual de los soviets.



P.- De nuevo aquí la historia del outsider, del rebelde que transita, por un milagro histórico, al otro lado, al poder, ese reverso tenebroso. ¿Qué mejor material para escribir?

R.- No lo sé, supongo que muchos, o pocos, o ninguno. Es verdad que Maiakovski, su vida, sus ímpetus, su narcisismo, sus desgracias, sus miserias, es interesante "per se", pero mi novela no es "wikipédica", trata de utilizar esos ímpetus y miserias para hacer un retrato -no una biografía-, no para ofrecer información. No creo que el mío sea un "libro yedra" que necesite de la poesía de Maiakovski para sostenerse: puede entrar, con pantalones, todo el que no tenga idea de quién fue Maiakovski.



P.- ¿Resumo injustamente si afirmo que su novela no es más, ni menos, que la historia de un afán de expresión, un afán que se prueba en la poesía, el cine, la política o incluso la publicidad?

R.- Resumir, en inglés, es reactivar, volver a la carga. Sí, si se trata de reactivar lo que haya en mi libro, está bien expresado: es la historia de un afán, o de una ambición desmedida, o de un artista que llega a verse a sí mismo como obra de arte, sin distinción alguna entre vida y obra, y de los grandes peligros que ello conlleva, no sólo para uno mismo y la propia conciencia -que a fin de cuentas eso ya se lo ha buscado uno-, sino para los demás, llegado el caso de que el adolescente perpetuo -adolescente: aquel que está falto de…- se da cuenta de que perpetuo no se puede ser de ninguna de las maneras, pero adolescente, menos todavía.



P.- El excesivo Maiakokski me ha recordado otra novela muy reciente, Limòmov, de Carrere, que también es la historia de un poeta, también ruso, también de gigantesco ego y, a la vez, como la suya, una historia de Rusia, aunque cronológicamente posterior. ¿Qué pasa con la Rusia literaria, ese botín de historias?

R.- Todavía no he leído la novela de Carrere. Me gusta tanto lo que escribe -su libro sobre Philip K. Dick es milagroso- que me da un poco de miedo. En cuanto a la Rusia Literaria, ya me dirá, basta hacer una alineación de nombres, sin siquiera acudir al granero del siglo XIX: Pasternak, Blok, Jlenikov, Kamenski, Ajmatova, Tsvetaieva, Esenin, Nabokov, PIlniak, Babel, Gumiliov, Ehrenburg, Platonov, Bulgakov, Zamyatin…Hay pocas literaturas que puedan disputarle un partido a esa selección. Y si encima cada uno de esos autores tiene una biografía intensa y formidable. En fin, lo único que afea a la literatura rusa de esa época es el tal Gorki, un bicho.



P.- ¿Y lo siguiente? ¿Alguna otra "historia real" que le esté tirando de la manga?

R.- Lo siguiente es un libro de relatos. Una manada de ñus, en Pre-Textos. Un libro lleno de adolescentes. Lo abre una cita de Nicolás Gómez Dávila, a quien desde aquí mando un saludo agradecido en su centenario: "Poder entregar al adolescente que fuimos sus ambiciones incumplidas, pero sus sueños impolutos".



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