"Tony Soprano no va a morir.

No sé de qué habla todo el mundo"



A. J. Soprano ("Join the Club", Los Soprano)





Le conocían tan bien que hasta clavaban sus sueños. Es increíble lo buenos que eran los guionistas de Los Soprano para imaginar el mundo onírico de Tony. En los extraordinarios segundo y tercer episodio de la última temporada, "Join The Club" y "Mayham", Tony está en coma negociando con la muerte. Gran parte de ambos capítulos transcurren dentro de su torturada mente, un trayecto corroído por la culpa del subconsciente. Pero ahí dentro no es un gánster ni es Tony Soprano, sino un vendedor de placas solares llamado Kevin Finnerty. Está de viaje de negocios alojado en un hotel y tiene un humillante enfrentamiento con un grupo de budistas tibetanos. Todos los que han visto la serie recordarán la energía perturbadora de estos bloques dramáticos, su fantasía y su oscura intranquilidad, su cualidad poética de ultratumba. El gran desconcierto procedía del hecho de que James Gandolfini no fuera Tony Soprano, o más bien que el cuerpo de James Gandolfini habitara otra identidad, se comportara de otro modo. El hombre con la pistola era ahora el hombre con el maletín. El tipo corpulento al mando de la mafia de Nueva Jersey era ahora un tipo gris y vulgar. Pero su vulgaridad, al contrario de la de Tony, no era admirable. Su bilis y su sentido del humor desaparecían. Los creadores de la serie jugaban con la noción de incomodidad y extrañeza que esta circunstancia provocaba no solo en el espectador, sino probablemente en el propio actor llamado a interpretarlo.



James Gandolfini: "Crecí a diez minutos de donde tiene lugar la serie. Soy un chico italiano de Nueva Jersey. Mi familia es un grupo de personas oscuras. No soy Tony Soprano, pero podría haberlo sido". David Chase, el creador de Los Soprano, solía decir que, por encima de todas las circunstancias biográficas y familiares que unían al actor y al personaje, había una verdaderamente crucial: el gen depresivo. Se supone que la serie que transformó para siempre el modo en que la gente vería, pensaría y hablaría sobre la teleficción ni siquiera tendría que haber funcionado. La idea de que un jefe mafioso psicoanalizara su depresión perpetua en el diván de un psicoterapeuta no parecía de los más convincente. Uno de los motivos fundamentales de que, para propia sorpresa de los ejecutivos de la HBO, Los Soprano se convirtiera en la apoteosis del drama televiviso por excelencia es el realismo y la cercanía con que Gandolfini compuso su personaje, la fisicidad de su sola presencia (en cada temporada se hacía más grande a medida que iba engordando y pareciéndose cada vez más a un Al Capone del siglo XXI), el modo en que su cuerpo y su voz se apropiaron automáticamente de su personaje. La clave realista y antiépica de la serie, que resultó crucial para alejarse de la consciente estilización noir que hasta entonces había definido las reglas formales el género, no hubiera funcionado sin él.



Son múltiples y conocidos los intercambios de identidad que con frecuencia se producen entre un actor y su personaje, los lazos asociativos que se establecen entre ellos (aunque puedan ser personalidades muy distintas, como de hecho lo eran), pero en el caso de James Gandolfini / Tony Soprano el fenómeno cruzó todos los límites. Habitó su personaje, como protagonista absoluto del show, nada menos que durante seis años y 86 capítulos. Por razones obvias, muy pocos intérpretes a lo largo de la historia han tenido tanto tiempo para bucear en las profundidades de la psique de un personaje de ficción, para crecer junto a él y dotarle de una complejidad tan vasta, y al mismo tiempo poner en escena las miserias y orfandades de la naturaleza humana, la psique torturada y bipolar de América. Cuando se ponía la bata y abría la nevera de la cocina, como un oso hambriento, parecía un ser indefenso y entrañable, un padre de familia con quien solo podíamos empatizar. Luego se vestía y planeaba crímenes en la trastienda del Bada Bing. Luego echaba fuego al negocio de su mejor amigo y engañaba sistemáticamente a su mujer. Luego mataba con sus manos a mafiosos, prostitutas, amigos y familiares. Extrajo la humanidad del asesino para que pudiéramos identificarnos con él, al menos hasta la quinta temporada, pues en la última, como no podía ser de otro modo, emergió como el ser vil, despreciable y nada heroico que siempre fue. Habitó todos los rostros del mal.



El implacable corte a negro del último capítulo, ese final que levantó tanta controversia y generó tantas decepciones, era como un disparo silencioso. Muy doloroso y definitivo. La serie dejaba de respirar acaso del mismo modo, inesperado y traumático, con el que un infarto se ha llevado a Gandolfini con apenas 51 años de edad, en Roma. Excepto los suicidas, nadie planea su final. Por eso la brusquedad con que el capítulo cortaba a negro y la familia Soprano desaparecía para siempre de nuestra vida se antojaba, después del trauma, como una solución tan lógica como perfecta, el broche insuperable de una obra maestra. Después de aquello, después de abandonar al personaje que le dio todo en su carrera y al que, consecuentemente, él le dio todo de sí mismo, Gandolfini haría su aparición en alguna que otra película. Se acercaba a sus personajes desde la concepción orgánica del oficio. Su técnica pasaba por su físico. Incluso cuando, muy lejos de interpretar a un ganster, participó el año pasado en el debut cinematográfico de David Chase, Not Fade Away -uno de sus últimos trabajos-, en la piel de un padre de familia que perdía las simpatías de su hijo a lo largo de los años (como las perdió con A. J.), era inevitable evocar a Tony.



Andrew Dominik se aprovechó de esta circunstancia en Mátalos suavemente (2012), donde Gandolfini ofreció la mejor interpretación posible de un asesino a sueldo alcoholizado y putero que, simplemente, ya no quiere matar. Como director de la CIA en La noche más oscura (2012), Kathryn Bigelow también aprovechó el recuerdo de los espectadores, incorporando automáticamente al personaje la autoridad y el respeto que producía el actor con su sola presencia. Y su voz perfectamente identificable le sirvió a Spike Jonze para hacerle hablar a una afectuosa bestia peluda, habitante de un mundo de crueldad y fantasía infantil, en Donde viven los monstruos (2009). Todo encajaba. Casi nadie se acuerda hoy, en todo caso, de que antes de calzarse los zapatos de Tony Soprano, Gandolfini no solo fue un sádico mercenario en Amor a quemarropa (1993), aquella joya escrita por Quentin Tarantino y dirigida por Tony Scott (hoy también desaparecido), sino también un actor dirigido por Álex de la Iglesia en la más que reivindicable Perdita Durango (1997), donde daba vida a un agente de narcotráficos en caza y captura de los desquiciados fugitivos interpretados por Javier Bardem y Rosie Pérez. Su primer papel protagonista fue también el único y el último, y antes y después defendió con admirable profesionalidad su estatus de secundario de oro en el cine contemporáneo. No tuvo tiempo para abandonar a Tony Soprano. Seguramente nunca hubiera podido hacerlo, ni siquiera cuando fue Kevin Finnerty. Lo dijo A. J.: "Tony Soprano no va a morir".