Seguramente resulta repetitivo decirlo pero no conviene olvidar que la atracción inevitable, gravitacional, de la música actual hacia la que se ha hecho en un pasado más o menos anterior, se ha convertido en factor determinante de los que hoy hacen música. Lo que empezó afectando al rock y al pop ha terminado por alcanzar incluso a esa nueva música electrónica germinada y diseminada fuera de la academia en las décadas recientes.

En estos tiempos de fascinada retromanía global, de gobierno de la memoria de las modas juveniles, de calzadas de romanos imperios cuyo empedrado lo constituyen enlaces a torrents en blogs semi-ocultos, millones de tracks recopilados en plataformas online de 'streaming', reediciones en vinilo de discos míticos que cada vez son más; en esta era del 'mal de archivo' (lo que al parecer es un término de Derrida) decimos, sólo unos pocos músicos y productores resisten el envite a ultranza, valiéndose de la gravitación, de la carga sideral que ese sol del pasado y su coleccionismo para avanzar.

Como es sabido, la crítica especializada en música electrónica ha sido especialmente propensa tanto a generar nuevas microetiquetas como a crear árboles genealógicos entre ellas, sistemas de interconexión entre músicos/productores/Djs, entre atrayendo a cada álbum o single referenciado legiones de referencias como moscas a la miel. (Resulta razonable en una música colonizadora, más rizoma que planta trepadora y que surge en los márgenes de la industria y las reglas del espectáculo.)

Cabe imaginar a James Holden, no sólo como uno de los músicos más importantes surgidos en tal escena en la última década larga sino como uno de los cabecillas de esa resistencia. Holden es ejemplo prístino de una música que viaja desde los estudios domésticos hazlo tú mismo de cuartos de estar y dormitorios hasta los clubes de baile y la calle y luego se confirma como una expresión de arte musical singular, poderoso y nuevo.

Nuestro protagonista cuenta ahora treinta y cuatro años y lleva haciéndose leyenda en el panorama electrónico desde los veinte. Con cierta formación musical (su padre le enseñó un poco de piano y alguien llamado Mr. Draycott le dio clases de violín), su adolescencia se labró con discos de heavy metal y al parecer, un desmedido gusto por el grupo Queen. Pero poco a poco fue descubriendo la música trance y hacia 1999 saltó a la palestra con un tema de progressive llamado Horizons que cautivó a la muchachacada danzarina. Un tema compuesto con un software libre de programación musical llamado Buzz en su PC casero durante sus vacaciones de la carrera de matemáticas que estudiaba en la Universidad de Oxford.

Tras dar tumbos por diferentes sellos (Lost Language, Perfecto Recordings, Positiva Recordings) y aburrirse de sus disparates (además de formar parte del trío Mainline y trabajar con la cantante Julie Thompson en el dúo Holden & Thompson), en 2003, el británico dará un doble salto mortal publicando A Break in the Clouds, un single con su nombre donde abre el abanico de su estilo hasta descuajeringarlo y lo hace en el sello que él mismo se monta, Border Community.

Este single es un puerto en el que los anteriores rollos trance y progressive se amalgaman con destrozos tímbricos glitch, se aposentan en delicados pasajes ambient y se camuflan de IDM algo épica (¿ven?, ya estamos los simios de la columna de aire cayendo en la trampa de la nominación y la genealogía…) Pero sobre todo A Break in the Clouds siembra bancales que luego el de Exeter se encargará de multiplicar.

Uno es la desvinculación con las reglas escritas de la montaña rusa del baile, para lo que deslocaliza estilísticamente y atiende a lo rítmico no menos que a otros aspectos más psicológicos y emocionales de la música. Arriba así en una especie de barbarismo, primitivismo en que el ritmo es algo más que una guía para el cuerpo. Otro es la creación de unas coordenadas de producción propias que se concentran en un particular sentido del sonido, de los timbres, que son manipulados y cuidados hasta el extremo. El tiempo, metronómico, y su transcurso, tan propios de lo rítmico, dan lugar a algo así como un campo energético, un lugar mental pero físico a la vez. El objetivo de la gran música: convertir el tiempo en espacio. Un espacio normalmente interferido, viciado, impuro y entrecortado pero hermoso.Este particular forma de entender la electrónica le ha procurado el encargo de remezclas de nombres de primera fila desde estrellas del maisntream como Britney Spears o Madonna hasta el rock alternativo de éxito como Radiohead o Mercury Rev pasando por viejos electros aún inquietos como Depeche Mode o New Order. Una agenda que incluye a luminarias de la nueva música como Caribou (con quien mantiene un cante de ida y vuelta) o Kieran Hebden y Steve Reid y que probablemente se inició en 2004 con la ya mítica remezcla del tema The Sky Was Pink de su huésped Nathan Fake.

En estos diez años que han transcurrido desde entonces, Holden ha pagado facturas mientras se lo pasaba en grande pinchando de forma cada vez más selecta en clubes y festivales con un estilo acorde a su propia música donde mezcla toda clase de fuentes y las manipula al máximo mediante nuevos medios tecnológicos. Con las mentadas remezclas y también cuidando de su sello, el mencionado Border Community que se ha convertido en una auténtica comuna de talentos escogidos. Además de Nathan Fake, cabe destacar a gente como Luke Abbott, The MFA, Avus, Petter, Dextro, Fairmont, Ricardo Tobar o Kate Wax, entre otros. Algún día escribiremos sobre ello.

https://soundcloud.com/border-community

Pero si subimos hoy a este chico maravilla al blog es por sus álbumes propios, que es lo que más nos interesa. Porque James Holden ha publicado este verano un disco fabuloso llamado The Inheritors donde vuelve a destrozar todas las apuestas a favor. Lo nuevo llega cuando han pasado siete años desde que publicara su primer elepé The Idiots Are Winning, un disco que llegó a parecer su canto del cisne como autor de álbumes. Los idiotas van ganando continuaba y superaba, parecía que hasta lo desmedido, lo adelantado en singles y remezclas hasta la fecha. Un disco sobresaliente, anómalo, obsesivo, enajenado, inexpresable, pensado para escuchar con calma más que para bailar, sencillo y minimalista pero, a la vez, tan frondoso e indescriptible como un bosque. O como las impresiones que puede proporcionar en un niño de ciudad caminar por primera vez por la espesura de un bosque. Un lugar nuevo edificado con sonido.

Y así llegamos a The Inheritors, este nuevo disco, enorme, complejo, que tardaremos en asimilar y situar. Un disco influido por los ritos paganos de los antiguos británicos, donde se superponen arpegios y texturas, capas de sentido, colores, vivacidades, parece un juego calidoscópico donde todos los conceptos de producción de sonido-espacio, de uso de los ritmos y de hibridación de influencias de subestilos de la electrónica se desbordan. La primera imagen tras escucharlo en su hora y cuarto de duración fue la de haber presenciado un ritual chamánico. La segunda fue la de un volcán en erupción. La tercera, más precisa, una gigantesca marmita llena de un líquido espeso derramándose por efecto de un fuego sin control y, una vez caído, solidificado en caprichosas formas naturales que resultan tan familiares como las nubes en el cielo.

Bajo el sol abrasador de un corredor en mitad de una montaña de roca viva, en una calma que se estremece en detalles o en una galería de sensaciones brutales, este disco es una inducción orgánica al trance atávico del baile y del gesto, pero sobre todo del baile mental. Así parece que músico inglés cierra alcanza lo que venía buscando desde sus orígenes.

He aquí un disco salvaje en más de un sentido: suena primitivo, ritual, en contacto con los elementos, los espíritus y la supervivencia elemental; rompe con lo higiénico y lo pensado y se instala en lo visionario; es previo a un orden establecido o, mejor dicho, es afín a un orden que algunos han imaginado por su cuenta.

Un disco que se escinde de su lugar histórico, en cierto modo. Como no podía ser de otra manera, Holden, ya ya cortamos, reutiliza tecnología (sistemas de código abierto como Max-MSP, sintetizadores analógicos modulares, cacharrería cutre de todo tipo), ideas y bases musicales de los últimos cuarenta años (de nuevo la música alemana de los setenta vuelve a demostrarse como corriente que lleva) pero no las desempolva. Su combinatoria de fuentes y recursos son aquí herramientas para alcanzar nuevos estados, nuevos parajes, nueva música que cada uno puede imaginar, jamás un guiño al imperio del presente ni de la memoria colectiva reformateada. Larga vida.