Sr. Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas,

Quizá su futuro como ministro de la hacienda pública no sea muy prometedor y por eso haya decidido pasarse a la crítica cinematográfica. De paso ha dado alas a toda una serie de voncingleros y 'opinadores' profesionales para que pavoneen su ignorancia por los platós de la televisión pública, la que se gasta en los derechos de emisión de una infame película americana (que nadie ve) lo mismo que se le niega a la compra de cine español (que casi nunca emite). Al fin y al cabo, como decía Truffaut, todos somos críticos de cine, incluso quien no sepa distinguir un plano de Antonioni de uno de Ford o, ya puestos, de Berlanga. En todo caso, me gustaría desde este humilde espacio darle argumentos para convencerle de que “la calidad” del cine patrio no anda tan menguada como usted quiere hacer creer a los ciudadanos, sobre todo a aquellos que, probablemente como usted –supongo que llevado por prejuicios, bilis vengativa y conceptos errados– nunca ve cine español. Probablemente porque no le interesa. Está en su derecho.

Los que lo seguimos de cerca desde hace mucho tiempo, sin embargo, sea por motivos profesionales y/o personales, sabemos que no es así. Sabemos que, de hecho, el cine español vive en los últimos años un periodo de extraordinaria creatividad, fruto de una renovación generacional sin precedentes, reconocido en mercados y festivales internacionales (Locarno, Toronto, San Sebastián, Buenos Aires, Rotterdamn, Jenjou, Viena, etc.), y que llevado por un encomiable (diría que conmovedor) impulso de resistencia, busca con la frágil esperanza que aún le queda llegar a los ojos de esos espectadores que, vaya por dios, tienen que hacer en estos tiempos sombríos para la economía familiar aún más sacrificios de los que hacía por adquirir una entrada. Sí, aunque diga lo contrario, el desproporcionado y abusivo impuesto cultural frena el bolsillo de muchos espectadores. El bolsillo de quienes sí les interesa el cine, español o de cualquier otra parte. (No hay nada más infértil y necio que ponerle fronteras al arte)

Pero a pesar de los pesares administrativos (en tres años ha recortado un 55% de las ayudas que recibe el Fondo de Protección de la Cinematografía, pero esto usted ya lo sabe), nuestro cine tiene hoy en día motivos más que sobrados para sacar pecho y mantener la cabeza bien alta. Y se lo dice alguien que, aparte de no haber recibido nunca un céntimo de la administración para hacer cine (porque lo mío es verlo para informar y opinar sobre él, nada más), nunca le ha dolido en prendas escribir cosas no muy agradables sobre determinadas películas. No voy a caer en la ilusión de que todo lo que se hace es maravilloso, y de que todos los cineastas españoles tienen un talento superior, no es eso, claro, como tampoco todos los políticos, médicos, mecánicos, funcionarios y operarios de tren hacen bien su trabajo. Y sin embargo, su partido recibe 120 millones de euros anuales de subvención pública (tres veces más que el conjunto de la industria cinematográfica), y solo con el dinero estatal y autonómico que se iba a destinar a las olimpiadas madrileñas (por no hablar del que ya se ha invertido) se podría triplicar el montante de ayudas al cine, muy necesario (como sabe cualquier país del mundo, empezando por EEUU) para proyectar la imagen de una nación en el mundo. Por más que le duela, el cine también es 'marca España'. A Pedro Almodóvar, Javier Bardem, Antonio Banderas y Penélope Cruz les conocen (y admiran) hasta en Ohio. Las películas de Albert Serra, Jaime Rosales, Isaki Lacuesta, Nacho Vigalondo, Jonás Trueba o Javier Rebollo, entre otros, las exhiben con orgullo (y admiración) en centros tan prestigiosos como el MOMA de Nueva York, la Cinemateque francesa o la Documenta de Kassel.

Pero usted que se maneja entre algoritmos macroeconómicos, cábalas y estadísticas, y que probablemente valora la cultura como si fuera mercancía –hay tantas obras maestras, también españolas, que nunca se hubieran realizado bajo el parámetro exclusivo del rendimiento económico–, le convendrá saber que la cuota del cine español de 2012 (19’5%) es la más alta de los últimos veinte años, y que su público (más de 18 millones de espectadores) aumentó un 15’3% respecto al año anterior. A pesar de los pesares. Imagínese qué sería de nuestro cine con un Gobierno –un Ministerio de Cultura y de Hacienda– que tuviera el gesto de ponerse a su altura. Si el cine español no tiene suficiente con enfrentarse a una reconversión económica (como todos los sectores), también debe hacer frente a una profunda reconversión estructural (las formas de hacer y ver cine han cambiado radicalmente en los últimos tiempos); si no tiene suficiente con tratar de seducir a un público cegado por las luces de Hollywood (cuyo cine ocupa ocho de cada diez salas comerciales) o competir en el segundo país del mundo con mayor índice de piratería (ante la ineptitud y pasividad legislativa para adaptarse al escenario digital), lo que le falta es que el propio Estado, que debería ser el primero en promover su cultura (para eso existe de hecho un Ministerio de Cultura), le haga luz de gas. ¿Se atrevería usted a decir que el problema de la agricultura española es que sus tomates no tienen suficiente calidad?

Pero no era este mi argumento, pues los números de hoy apenas significarán nada mañana, cuando sean distintos: la sintonía de los creadores con los gustos del público va por ciclos, como la economía, ya sabe. Yo quería animarle a que, antes de que vuelva a desprestigiar públicamente, más bien estigmatizar, a nuestros cineastas (como hizo con los actores, así en general, en sede parlamentaria, de manera ciertamente ruin y lamentable, tirando la piedra y esondiendo la mano), realizara un pequeño estudio a pie de campo. Lo tiene muy fácil. Empiece hoy mismo, vaya por ejemplo a cualquiera de las salas que estrena Caníbal, una película de Manuel Martín Cuenca (sí, el director que hizo un extraordinario documental sobre Santiago Carrillo, pero no se preocupe, también hizo uno muy bueno sobre Manuel Fraga Iribarne), o a cualquiera de las salas que proyecta La herida, de Fernando Franco, la ópera prima que triunfó en San Sebastián, y que se adentra sin concesiones en el extravío psicológico de una joven desnortada, temerosa, cargada de rabia (¿metáfora de España?). Viaje al Festival de Sitges que se celebra estos días, cuyo prestigio internacional crece en cada edición, y donde podrá ver la magia de Violet, de Luiso Berdejo (uno de esos jóvenes cineastas con talento que ha tenido que emigrar a Estados Unidos para poder hacer cine), y también Gente en sitios, de Juan Cavestany, un genial retrato realizado con cuatro duros y todo el talento que cabe en una película de esta España absurda, brillante y hambrienta, invertebrada y deprimida, que tiene que aprender de nuevo a caminar.

Quizá estas películas, y muchas que vendrán, cambien su percepción del cine español. Quizá le duelan o quizá le abran los ojos. La oferta es amplia y con deseos de llegar al mayor número de público posible. Sería todo un gesto (no diré obligación) por su parte.

 

Atentamente,

 

Carlos Reviriego