Darío Jaramillo Agudelo

Poeta y novelista, el colombiano Darío Jaramillo (Antioquía, 1947) presenta estos días Poemas de amor (Visor) y La muerte de Alec (Pre-Textos)

Pasé mis primeros años en Santa Rosa de Osos, un pueblo aislado entre montañas. Allá me leía mi padre a mis cinco años o menos y con sus palabras me llevaba a lugares y momentos mágicos: don Quijote luchando contra los gigantes (yo también sabía que eran gigantes y no molinos); lugares como la muralla china; objetos como el caballo donde se escondía un ejército; personajes como Aladino, Simbad, Alí-Babá; palabras como ‘abracadabra', como ‘ábrete sésamo', palabras que venían en los libros, que nadie soltaba por la calle.



Aislado, lejos de las novedades y los cambios, creía que ese idioma era la única manera de nombrar el mundo y creía que mi manera de hablarlo no tenía acento, eso creía y lo confirmaba al oír el acento caribe que cambiaba el ‘vos' montañero por un ‘tú' que sentía extraño. No me daba cuenta de que los antioqueños no pronunciamos la letra S sino que la silbamos; y de que pegamos las palabras al decirlas, ehavemaríapues.



Ya en Medellín, a mis siete años, al empezar la primaria me enseñaron unas monjas españolas y el oído se me adecuó a las ‘cés' y a las ‘zetas' claramente diferenciadas de las ‘eses', a la ‘bé' labial diferente de la ‘ve' labiodental. Viniendo de una lugar aislado, cada cosa fue un descubrimiento tan deslumbrante que mi conciencia se adecuó para no extrañar los cambios y sin embargo asombrarme con ellos.



Ahora ya no hay aldeas. Babel ya no es un relato bíblico; está en la red, en la televisión, en el bolsillo donde cargamos la tableta y el teléfono que extienden ojos y oídos hacia todos los idiomas y hacia todos los acentos de la lengua madre. En ese proceso mueren muchos idiomas, pero el nuestro, el castellano, mutante, superior a nosotros, sigue vivo, creciendo, trascendiéndonos.