Campaña con lluvia. Foto: Jacques Lowe
Películas como JFK: caso abierto, de Oliver Stone o Trece Días, de Roger Donaldson (ambas con Kevin Costner en su reparto), series de TV como Los Kennedy y documentales como Primary, de Robert Drew, han indagado en la figura del presidente más cinematográfico de la historia de EEUU. No falta ningún ingrediente del género negro. El director Manuel Gutiérrez Aragón monta su propia secuencia.
Me enteré del asesinato de Kennedy mientras bajaba por la calle Luchana, en Madrid, camino de mi alojamiento de estudiante. Al pasar ante el bar El Brillante vi la noticia -entre el humo de la fritura de calamares y el cilindro de los pollos asados- que iba saliendo en una cinta continua sobre la pantalla del televisor. Esa misma tarde, durante el seminario del profesor Aranguren, en la Facultad de Filosofía, un alumno norteamericano pidió al profesor algunas palabras sobre el presidente asesinado. Aranguren las improvisó allí mismo, lamentó la pérdida de un hombre joven, con buenas intenciones, y del que se esperaba lo mejor. El estudiante norteamericano respondía al nombre de Thomas Gowland, y estaba becado por la Fundación Ford y el ‘Congreso por la libertad de la cultura' para ampliar estudios de ciencias sociales sobre España y los españoles. Thomas estaba triste y tenía sentimientos encontrados sobre el ‘kennedysmo'. Por una parte se sentía atraído por el personaje del presidente y su equipo renovador, y por otra parte los consideraba solamente como una corte de jóvenes ambiciosos.
De vuelta a su país, descubrió que sus estudios sobre los movimientos sindicales y estudiantiles eran entregados al Departamento de Estado para utilizarlos como material clasificado. Sin él querer, lo habían convertido en un espía. Avisó a todos los estudiantes politizados con los que había tenido contacto en España. No quería ser un ciego instrumento de la política exterior de su país. Pero, de pronto, se encontró con que le había cogido gusto y, en vez de renegar de ello, sacó fuerzas de flaqueza, y decidió espiar por cuenta propia para su placer y beneficio. Así, llegó a ser contratado como asesor del Fiscal General Robert Kennedy, hermano del presidente asesinado. Asesor y confidente, que son cosas tan peligrosas para el contratante como para el contratado.
Según Thomas, el Fiscal General quería tanto a su hermano presidente y estaba tan deseoso de descorrer el velo de su nunca aclarada muerte, que llegó a vestirse con la ropa del asesinado, a utilizar su estilográfica, su papel de cartas personal, a leer los libros que él estaba leyendo en los días anteriores a su muerte. Quería ser lo que el otro fuera hasta el último minuto. Incluso visitó a las amantes de John Kennedy e intimó con ellas. Ese era su método para averiguar la verdad de lo que pasó.
El Fiscal General creía poder llegar a sentir lo mismo que su hermano sintió durante el recorrido de la última media milla, los cinco, cuatro, tres últimos segundos, con la cabeza ya caída hacia adelante sobre el asiento del coche, mientras el cerebro repasaba a toda velocidad acontecimientos de la familia nunca vividos por John, tal la estancia en la casa de sus bisabuelos irlandeses, y el cuento que le contaron, que le estaban contando mientras la bala entraba por el cerebro, aquel de Cu Chualain que mató a la enorme y feroz perra de un herrero, la mató metiéndole por la garganta una pelota de cuero, pero luego le dio tanta pena que se puso a hacer de perro para su amigo el herrero, meneaba la cola, y ladraba, y se echaba a sus pies en las noches de invierno. Después, los bisabuelos dieron paso a las explosiones en el mar, junto a su lancha rápida, flecha azul, mientras tomaba la primera comunión y decía que ese era el día más feliz de su vida, más que cuando le hicieran presidente de los Estados Unidos de América, Dios la bendiga. Los cañones japos no saben que él será presidente algún día, siguen disparando y levantando montañas de agua, peces y gasolina. John tiene un hermanito, un bebé que llora a todo pulmón en la cuna, pero John no tiene tiempo para cuidarlo, para calmarlo y mecerlo, ya no, porque la bala está siguiendo su trayectoria rompiendo hueso tras hueso.
Durante un instante, mientras le perfora el cráneo la segunda bala, John Kennedy consigue averiguar quienes son sus asesinos, conoce el complot que han urdido para matarle, reconstruye la conspiración y sus ramificaciones. Ve a su propia alma saliendo del cuerpo, dejando atrás la Tierra y viéndose desde arriba tendido en el coche, incluso llega a ver a uno de los asesinos caminando por la acera, muy sofocado. Mientras un hilillo de vida le queda dentro, John recuerda de pronto que debe un dólar al gobernador John Connally, que viaja a su lado en el coche con las banderas, quien se lo prestó para dar una propina al camarero de aquel hotel de Dallas, la ciudad en la que acabo de morir, dice.
- No te olvides, Bobby, devuélvelo en mi nombre. Paga el dólar al gobernador, págaselo, por Dios.
Según Thomas, Robert Kennedy emprendió el camino de su propio destino llevando siempre suelto en el bolsillo, él mismo daba las propinas a los mozos de hotel y la limosna en la iglesia. Por otro lado, el resultado de su método de indagación sobre el magnicidio nunca lo llegó a revelar. Pero el método sigue ahí, vivo.