La Guerra ha terminado. Los escasos combatientes republicanos que han logrado escapar de la muerte o el exilio se esconden en las traseras de los tablaos flamencos de Madrid mientras sus mujeres cargan con el peso de la supervivencia de sus familias. Pero también de la llama y la causa por la que lucharon y fueron vencidos. Y acechan los soplones, cualquier traspiés puede dar con tus huesos al pie de la tapia del cementerio. Tal es el mugriento y desolador punto de partida de Las tres bodas de Manolita (Tusquets, 2014), tercera parte de los Episodios de una Guerra interminable de Almudena Grandes (Madrid, 1960), vasta y ambiciosa apuesta narrativa que busca deslumbrar al lector con el botín de historias por contar que atesoraron quince años de postguerra. Historias reales, por cierto, en las que bullen la miseria y el horror, la solidaridad y la esperanza.
Pregunta.- Al arrancar su novela sorprende esa fantástica multicopista reluciente y nueva que sin embargo nadie sabe utilizar y que parece una perfecta alegoría de su historia: cómo recuperar el hilo de la memoria cuando todo ha sido arrasado.
Respuesta.- Pues se trata de una historia real. Y también es una metáfora de la precariedad de la resistencia, de lo difícil que era resistir en ese momento, de lo frágiles que eran las conexiones. Porque, en definitiva, lo que la novela cuenta es la historia de una red de resistencia formada en el lugar más inhóspito y precario del mundo que es una cárcel.
P.- La Guerra ha terminado, las prisiones rebosan y sólo guardan la llama un puñado de mujeres, como Manolita. ¿La solidaridad fue, durante aquellos años, cosa de mujeres?
R.- Claro, fue cosa de mujeres porque las que estaban en condiciones de ejercerla eran mujeres. Muchos hombres habían muerto en la guerra, la mayoría de la población penitenciaria la constituían ellos y el ejército republicano evacuó básicamente hombres, así que en el exilio también estaban ellos. Y muchas mujeres, mujeres de presos, de guerrilleros, de soldados muertos o exiliados, se quedaron aquí con sus hijos y tuvieron que encontrar la forma de poder con todo: trabajar, cuidar a sus familias y también atender a sus maridos presos. La solidaridad es uno de los temas principales de esta novela. La imagen de la clandestinidad siempre es masculina, un hombre con la solapa levantada y su sombrero, pero las mujeres hicieron un trabajo fundamental para sostener las redes clandestinas y para ayudarse las unas a las otras. Manolita es una superviviente y parte de su energía se la da el tiempo que comparte con mujeres tan dispuestas a sobrevivir como ella.
P.- Tres referencias reales esbozan el diagrama de coordenadas de la novela. La primera es la existencia de los niños esclavos del Franquismo que pagaban el pecado de sus padres rojos y que le reveló Isabel Perales. ¿Qué le pareció más increíble, la crueldad del hecho o su fría lógica productiva?
R.- Sí, es el caso de una mujer real. A mí lo que más me impresionó fueron las implicaciones jurídicas, porque me parece una monstruosidad que un estado, aunque no sea democrático, aunque sea una dictadura, obligue a los hijos a dirimir la pena de los padres. Que los niños no pudieran salir de esos colegios hasta que los padres no hubieran cumplido sus penas aunque agonizaran, como Isabel, anémica, destrozándose las manos, llegando a pesar 37 kilos... Sobrevivió de milagro a la experiencia. Que en colegios así explotaran a niñas y adolescentes es monstruoso: se trataba de niñas y les habían prometido una educación.
P.- La segunda referencia la encontró en el testimonio de la viuda Juana Doña que publicó en 2003, más de 60 años después de que fusilaran a su marido, Querido Eugenio. De esa crónica emerge un personaje tan nefasto como espectacular: el capellán de la cárcel de Porlier.
R.- Lo de Porlier fue un caso clarísimo de corrupción en el que el capellán se forró con la desesperación de los presos cobrando, por ejemplo, por oficiar bodas. Para ser justos, Juana Doña sugiere que ni el director de la cárcel ni el ministerio de Justicia tenían ni idea. Como tampoco la tenían de que existieran colegios como el de Isabel en el que se explotaban a los niños. Cuando yo encontré en el libro de Juana Duoña lo de las bodas en la prisión de Porlier me pareció tan romántico y tan terrible que supe que algún día iba a escribir sobre ello.
P.- Y la tercera gran aportación de la realidad a su novela la da el gran villano de la historia: Roberto Conesa Escudero, el Orejas. Esto de ponerse en el lugar de un soplón y torturador, ¿se lo tomó como un reto narrativo o como una de esas tareas ingratas de su oficio?
R.- El personaje del Orejas fue un reto personal y literario. Conesa, el auténtico, es alguien del que no se sabe casi nada más allá de algunos hitos profesionales. Ocultó totalmente su vida privada porque no le convenía que la Brigada franquista supiera su pasado -que el martillo de la subversión había sido subversivo- y le convenía todavía menos que los miembros de la subversión supieran que era policía, pues muchos de sus éxitos pasaron por su infiltración en las organizaciones de izquierdas. Así que decidí que me iba a inventar un personaje, Roberto, “el Orejas” basándome en lo poco que se sabe de la trayectoria de Conesa. Y a partir de ahí intenté comprenderlo. Pero entonces ya lo había convertido en un personaje de ficción.
P.- A Manolita la llaman la señorita Conmigo No contéis, y acaba haciendo política finalmente a costa suya. ¿Es difícil evitar ser demasiado evidente al escribir historias de tanta carga política cuando el autor tiene perfectamente claro quiénes son los buenos y quiénes los malos?
R.- Yo soy escritora ante todo y mi obligación es escribir buenos libros. Mi compromiso fundamental es con la literatura. En ese sentido, esta novela, como otras de la serie, parte de un deslumbramiento narrativo, de un filón de historias de la postguerra que no se han contado. Por otro lado, yo no tengo la obligación de ser neutral, la objetividad no existe, como hasta los historiadores honestos lo reconocen pero, en cualquier caso, la objetividad no es la obligación de un narrador. Lo que hago es contar una historia desde una perspectiva, la de la gente que resistió. Lo que no implica que todos los personajes del entorno de los resistentes sean buenos ni que los del otro bando sean malos. Este ciclo de novelas tiene una dirección y yo la sigo como sigo a mis personajes, como haría cualquier narrador.
P.- Con Las tres bodas de Manolita llega al ecuador de su proyecto de sus Episodios. Se trata del tercer libro y proyecta otros tres más. ¿Es momento de respirar y hacer acopio de fuerzas o va ya lanzada hacia el final?
R.- El descanso ya lo he hecho. Tardo en entregar los libros porque corrijo mucho, pero éste lo terminé en septiembre y llevo desde entonces sin escribir. Me había escrito las tres primeras novelas del ciclo seguidas, sin descansar. Este verano volveré a escribir. Me preguntan, ¿pero no tienes miedo de cansarte, de dejar los Episodios y pasar a otra cosa? Pues no, la verdad, hasta ahora no, aunque no puedo excluir que me pase en otro momento. Pero no me importa, no tengo obligaciones y, si en algún momento me apetece escribir otra cosa, lo haré. Y luego retomaré la serie. En este momento no va a ser porque la próxima novela es quizás la que más me tentaba desde que empecé a pensar en el proyecto.
P.- ¿Ah y eso por qué?
R.- Porque es una novela de nazis con la forma de una novela de espías. Me apetece mucho hincarle el diente.
P.- Dele alguna pista a la Almudena Grandes del futuro que quisiera escribir, dentro de setenta años, los Episodios de la crisis interminable actual. ¿Cuál podría ser una buena historia?
R.- Estoy segura de que se escribirán grandes novelas sobre esta crisis, lo que ocurre es que la Literatura necesita sedimentación. Las novelas no son capaces de captar inmediatamente el presente como hace el cine. La novela profundiza más pero necesita que pase tiempo. A Blesa le veo sin duda como protagonista de una novela. Y a Bárcenas también.