Manuel Astur. Foto: María Torras
Publica Quince días para acabar con el mundo, la historia de una generación que daba sus primeros pasos a la sombra de Kurt Cobain
Pregunta.- Al lector de Quince días para acabar con el mundo le asaltan dos voces. La primera es masculina y es la de un "pringao". Su condición no va más allá, es un pringao y punto.
Respuesta.- Sí, enfoqué al protagonista como un chico absolutamente normal, al que le gustaría no ser normal y precisamente en eso consiste su anormalidad. Él no quiere ser normal, lo detesta, tiene increíbles ínfulas de grandeza, es una persona sensible, sufre mucho y por eso se intenta hacer el duro..., es un prototipo de joven del 94 como fuimos todos los que estamos ahora en la treintena. Nos vendieron la moto de que por ser cultos, leer buena literatura y escuchar a grupos extranjeros íbamos a triunfar en la vida.
P.- La segunda voz, el contrapunto al pringao, es una voz femenina de intimidante realismo. ¿Le fue difícil cogerle el punto a esa adolescente tan torturada y elocuente?
R.- Pues no fue nada difícil. Sí lo fue empezar con ella porque llevaba ya cien páginas de la novela y aún no existía. Creció poco a poco como contrapunto al personaje masculino porque notaba que algo faltaba. Y pensé: ¿me atreveré a escribir un personaje femenino en primera persona y tan complejo? Me puse con ello y casi lo escribí del tirón. Yo he crecido con tres hermanas mayores, en un ambiente de mujeres y las tres, las cuatro con mi madre, son de armas tomar. La voz femenina de mi novela es una mezcla de todas ellas.
P.- Dos chicos de pueblo que están creciendo. Un escenario desoladoramente realista. ¿Por qué contar una historia con tan escaso glamour?
R.- Me interesaba ese escenario precisamente como contrapunto a los sueños de un chaval flipado con Seattle, con el arte, con la literatura, aunque en realidad no tiene ni idea. Todo eso se le hacía el paraíso y, sin embargo, su pueblo en realidad es España, la España de los noventa que empezaba a salir de su atraso para entrar en la modernidad.
P.- En su novela los personajes están presos de su destino, de sus muy limitados horizontes. En realidad, parece un pesimismo pequeño en estos tiempos donde los pesimistas ambiciosos sueñan con el fin de los tiempos.
R.- Sin duda se trata de un pesimismo pequeño. Hay un momento en la novela en el que el protagonista va a un entierro y, hablando de la muerte y la tragedia, dice algo así como que el vaso del dolor parece estar muy lejos de llenarse y ser ilimitado, lo pequeño es muy importante y lo importante es tan grande que no importa. Es eso, el mundo desde una visión adolescente, pequeño, aún sin globalizar, donde los temas son locales. Tiré mucho de la hemeroteca de la época y descubrí que no era un tiempo snob ni elitista, era más pasional y nos encantaba compartir lo que nos gustaba. Ahora el arte es un complemento, entonces era un modo de vida. Por ejemplo, parece que ya la gente no canta. Antes cantaba todo el mundo, cantaban las familias, cantaban los adolescentes en sus borracheras. Y no cantan porque ya no hay memoria, porque se ha perdido esa tradición oral.
P.- ¿Y la familia? Su narración empieza y acaba con la familia y la visión no es amable. ¿La familia es el lugar del que huir?
R.- La familia es esa tribu genética a la que estamos obligados a pertenecer por nacimiento. Y no podemos cortar en seco. Pero cuando eres adolescente tienes que escapar de la familia para formar tu personalidad. Primero amas a tu familia, pero en la adolescencia comprendes sus imperfecciones y necesitas amar más, fuera, después amas a tus ídolos, amar a un ídolo es totalmente necesario en el juego de formar nuestra personalidad, un ídolo es un amante perfecto, luego, con suerte, amas a la persona indicada y, si todo va bien, terminas por amar la vida.
P.-Kurt Cobain muere en la últimas páginas. ¿Cuál es su función aquí?
R.- He crecido bastante obsesionado por Kurt Cobain, pero que la aparición del libro coincida con el aniversario de su suicidio es sólo una casualidad. Yo no tenía 16 años como el protagonista cuando murió sino 14 recién cumplidos, era mi ídolo, estaba enamorado de él. Y que ese ídolo se pegara un tiro y se reventara la cabeza fue terrorífico. Fue el primer ídolo que en España sentimos como nuestro. Porque cuando lo de Jim Morrison o Janis Joplin España no era moderna y apenas nadie se enteró. Y la movida madrileña tampoco fue moderna. Cobain, el último del club de los 27, era una estrella auténticamente global, mundializada. Así, que un paletín que vive en una aldea asturiana y nunca ha pisado Seattle y probablemente nunca lo hará en su vida, que se deprima tanto porque se haya suicidado su ídolo, puede hacerte reír pero también es hermoso. Y fue el último, no ha habido más.
P.- Parece que en esta novela se muestra en su máximo esplendor el Nuevo Drama, ese "movimiento" que fue anunciado hace dos años y medio, entre más bromas que veras, cuando aún no lo respaldaba ninguna obra. ¿No fue un tanto imprudente aquel anuncio?
R.- No fue ningún anuncio, fue un error. Se sacó de madre una pregunta que me hicieron en una entrevista y se lió todo. Fuimos inocentes, es cierto, pero también fue bonito reivindicar una amistad en la que varios amigos escribimos de formas diferentes pero hay una base común que nos mueve. Con aquello me reí mucho y no me afectó demasiado. Entonces sólo se escuchó a los gritones pero también nos salieron muchos apoyos y más llegarán.
P.- Y, en cualquier caso, ¿por qué un movimiento literario con su sello y todo, y con sus enemigos nocilleros declarados? ¿Por qué no bastaba con aquello de "obras son amores"? ¿Por qué hacernos el trabajo fácil a los periodistas, siempre a la caza de generaciones?
R.- La ultramodernidad ya está pasando de moda pero entonces estaba en pleno auge y también tenía su sello, su nombre y dominaba el mercado. Y aunque lo planearan los periodistas ellos no tuvieron ningún problema en encarnarlo y conceder entrevistas bajo aquel epígrafe. Me parece bien, ningún problema. Pero nos pareció que jugar con sus mismas armas, y sin tener obra publicada, podía ridiculizar aquello, podía ser divertido.
P.- ¿Pero qué era lo que más les molestaba de aquella estética ultramoderna? ¿Por qué volver a contar historias parecía un programa necesario?
R.- Existe el mundo orgánico en el que la parte refleja y forma parte del todo. Por una hoja sabes cómo es el árbol y, por el árbol sabes cómo es el paisaje. La cultura, el arte, el pensamiento de la humanidad siempre han sido así. Por una tacita de Versalles sabes cómo es el Palacio y por el Palacio sabes cómo era la cultura de la época. Pero cuando en el XIX llega la industrialización, la prisa, la novedad, la relación de causa efecto sustituye a la orgánico. Una pieza de un coche no te dice nada del coche, sólo de su finalidad. Y creo que los teóricos de la ultramodernidad estaban y están fascinados por eso, sus obras son aparatos en los que lo que importa es su finalidad. Y nos la explican con mil teorías. Pero en sí mismas esas piezas no valen porque no reflejan el mundo. Y yo creo que la humanidad sería más feliz si regresara a lo orgánico. A los 25 yo también estuve fascinado con Vila-Matas. Y me sigue gustando. Y pensaba que los ultramodernos eran como colonos del nuevo mundo que desembarcaban y conquistaban. Pero ahora me he dado cuenta de que no. Los ultramodernos siguen obsesionados con unas nuevas tecnologías que ya están más que instaladas. Mi sobrino de catorce años escribe en una tableta y le da igual escribir a boli o cincelar mármol. Lo importante es lo que se consiga con las herramientas no las herramientas, no el medio en sí. Yo pensaba que eran colonos y me he dado cuenta de que ellos eran más bien los indígenas que, a cambio de unos cachivaches y cuentas, vendieron la tierra y la cultura de sus antepasados.
P.- ¿Le puedo tratar entonces de literariamente conservador?
R.- Vamos a puntualizar. Yo no soy literariamente conservador, lo que pasa es que lo moderno era otra cosa. Soy diferente, nada más, si quieres reaccionario pero reaccionario viene de re-accionar, de volver un poco atrás y seguir otro camino. Soy un fanático del presente, creo que vivimos en la mejor época de la historia. Y soy también fanático del futuro, no tengo nada de conservador. Sencillamente no me gustan ciertas cosas que se han demostrado, con la crisis, una patochada. Steve Jobs no es Jesucristo y no nos va a hacer más felices.