Santos Juliá: "El intelectual no ha muerto, sino que se ha democratizado"
Hubo un tiempo en el que la difusión de un manifiesto llevaba asociada la palabra “intelectual”, un término que, mutando de adjetivo a sustantivo, nació en Francia a partir del affair Dreyfus, en los últimos años del siglo XIX, para designar a los escritores, científicos y artistas con algo que decir -y sobre todo objetar- acerca de asuntos sociales y políticos. Algo más de un siglo después, algunas voces han proclamado la muerte del intelectual, pero el historiador Santos Juliá (Ferrol, La Coruña, 1940) no acepta esta tesis: "El intelectual no ha muerto, sino que se ha multiplicado y democratizado", asegura el ensayista a El Cultural. Juliá analiza la evolución en todo este tiempo de la figura del intelectual, de su nivel de compromiso político y de su influencia en la esfera pública en Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (1896-2013), editado por Galaxia Gutenberg.
Desde Historias de las dos Españas, libro por el que recibió el Premio Nacional de Historia de España en 2004, Juliá ha estudiado a fondo la figura del intelectual. Cuando empezó a preparar este ensayo-antología de manifiestos, llevaba muchos textos recopilados, pero confiesa ser “el primer sorprendido” de la enorme cantidad de ellos que ha encontrando en diferentes archivos -de la administración, del Partido Comunista, de la Fundación Pablo Iglesias...-, en la prensa -principal medio de difusión en la historia de los manifiestos- y, de épocas más recientes, en internet.
De forma cronológica, como recoge en la introducción del libro, puede apreciarse la evolución de la figura del intelectual según su actitud hacia “la masa” y su grado de compromiso social y político. Así, la generación del 98, con personajes como Unamuno a la cabeza, se caracterizó por una ausencia de manifiestos, que por definición son firmados por un grupo de personas y no de forma individual. En su lugar, quizá por la “menesterosa situación del escritor en la España de fin de siglo”, lo que se produjo fue “una eclosión de lamentos por la patria muerta”, en referencia al Desastre del 98 que tuvo en la pérdida de Cuba su máxima expresión. El derrumbe provocó una avalancha de propuestas de regeneración, a modo de pinceladas que fueron componiendo una interminable elegía, “un inmenso adiós, un canto de añoranza, una despedida dolorosa”, como escribió en 1907 para La Vanguardia Miquel dels Sants Oliver. No obstante, Juliá abre su antología de manifiestos de modo excepcional con uno que no lo es: una carta de Unamuno dirigida a Cánovas del Castillo para interceder por su amigo el “anarquista platónico” Pere Corominas, condenado por su supuesta implicación en un atentado terrorista en Barcelona. El historiador elige este texto como apertura por ser el primero que recoge en España la palabra “intelectual”.
De guía de las masas a voz del pueblo
El primer colectivo consciente y unitario con presencia pública será, pues, la siguiente generación, la del 14. “España todavía tiene en ese momento una población mayoritariamente analfabeta y poco lectora, de modo que se construye la idea del intelectual como minoría selecta que tiene que educar a la masa”, explica Juliá, una concepción del intelectual que encuentra su paradigma en José Ortega y Gasset. La generación siguiente, que surge en torno a 1930 y también tiene grandes pensadores, literatos y poetas, como María Zambrano o Rafael Alberti, incluye además perfiles profesionales, y responde a la nueva idea del “intelectual comprometido”, que ha de poner su pluma al servicio de una idea y se convierte en la voz del pueblo. “Esto tiene que ver con los cambios en la esfera política en esa década, de modo que se producirá una confrontación entre los intelectuales por su apología del comunismo (Alberti), del fascismo (Giménez Caballero), de la militancia católica (Ramiro de Maeztu) o de la democracia (Francisco Ayala)”, continúa el historiador.
La división entre intelectuales de derechas y de izquierdas -“mal que le pese a Sartre”, que decía que esta escisión era imposible porque el auténtico intelectual es el que está contra el poder- había comenzado a aflorar ya durante la Primera Guerra Mundial, ya que todos sintieron la necesidad de posicionarse a favor de uno u otro de los bandos beligerantes, explica Juliá, de modo que se produjo una disputa entre aliadófilos y germanófilos.
Cataluña, a la cabeza
Entre los manifiestos recogidos en el libro, tienen un peso importante aquellos que recogen las aspiraciones de los nacionalismos periféricos -recogidos en su lengua original-, especialmente los de Cataluña. En ellos constata Juliá el cumplimiento de la profecía de Max Weber según la cual los intelectuales “están específicamente predestinados a propagar la idea nacional”, ya que el nacionalismo catalán prendió en los círculos profesionales, universitarios y demás al ser difundido desde esta élite intelectual, de la que formaban parte, por ejemplo, el escritor Enric Prat de la Riba y el arquitecto Josep Puig i Cadafalch. “En Cataluña la influencia de los intelectuales comenzó antes que en el resto de España, porque allí la vida asociativa era y es muy rica e intensa”. Así, el nacionalismo se fue expandiendo desde los últimos años del siglo XIX “desde las presidencias y las juntas directivas de ateneos, grupos excursionistas, círculos culturales, etc”, explica el historiador.
Tras la guerra civil, la labor de los intelectuales exiliados se divide en dos etapas que para Juliá están claramente diferenciadas. Hasta finales de los años 40, sus manifiestos pretenden mantener el ideal republicano y promover su restauración “llamando la atención de las potencias democráticas, de la ONU, de Churchill o incluso del cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York”. Cuando los intelectuales se dan cuenta de que las potencias democráticas no van a hacer nada -aunque con la administración Kennedy hubo de nuevo motivos para la esperanza que se disiparon pronto- contra el franquismo, deciden tomar una segunda vía y empiezan a interesarse por lo que pasa en España, tratando de tender puentes entre el exilio y la disidencia dentro del país.
Años 60: Un pequeño margen para la protesta
Con respecto a esta resistencia interna, Juliá hace notar que a partir de los años 60 hubo cierto margen para la contestación política, “mayor del que hoy se tiende a recordar”. Así, tras las primeras rebeliones estudiantiles, a partir de 1962 cobró fuerza un sindicalismo que demostró su fuerza en huelgas como las que tuvieron lugar en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. Además, “con la llegada de gente del Opus Dei al gobierno se intentó dotar de nuevas leyes a la administración para garantizar su responsabilidad ante los ciudadanos”. Una de las novedades fue el Derecho de Petición, que amparaba la libertad para presentar solicitudes colectivas ante las autoridades. Así, lo manifiestos cedieron protagonismo a la recogida de firmas para avalar las peticiones que se dirigían a los distintos ministerios. “Aquello supuso la creación del lenguaje democrático, un lenguaje integrador para poder recabar en un mismo texto el apoyo de un ex falangista, de un comunista o de un católico”, asegura el autor del libro.
Los intelectuales bajan del pedestal
Con la llegada de la Transición, la necesidad del manifiesto se diluye un poco, pero conserva una presencia notoria para dar empuje al cambio, con ejemplos tan destacados como la petición para legalizar el Partido Comunista. La democracia se consolida, en cuanto a manifiestos se refiere, como “la época de las plataformas”, ya que estas aspiraciones de los intelectuales -a los que se han ido sumando en las últimas décadas otros “trabajadores de la cultura” como actores o músicos- se canalizan a través de este tipo de asociaciones. En esta nueva etapa, el manifiesto está presente en varios hitos como la oposición a la permanencia en la OTAN durante el gobierno socialista, la lucha contra el terrorismo, el conflicto lingüístico en Cataluña o la oposición a Guerra de Irak, y en ella los manifiestos dan lugar a movilizaciones masivas en la calle. Esta tendencia, observa Juliá, se ha multiplicado y especializado con la crisis y el auge de las redes sociales e internet. “Ahora los manifiestos y las movilizaciones se producen en defensa de la seguridad social, la educación y otros derechos que la acción del gobierno ha puesto en riesgo”, explica.
En el largo camino recorrido desde la acuñación del término, el intelectual ha dejado de ser un título superior para convertirse en un ciudadano entre ciudadanos, asegura Juliá. Ya lo aventuraba el escritor Juan Benet en un coloquio pronunciado en 1985 con motivo de la Semana del Libro Alemán en Madrid, ante el asombro de su auditorio, al rechazar el derecho del intelectual a adoptar una postura de liderazgo en la sociedad, “con más peso que la de un fabricante de zapatos”. “Los intelectuales ya no son la estrella que guía a la masa”, sino que caminan junto a una sociedad “más despierta y más viva”.