El motor de una serie televisiva siempre lo ha propulsado la adicción, la necesidad de atrapar al espectador, bien a través de los personajes o de las tramas, satisfacer sus deseos de televidente y mantenerle con las expectativas bien altas. Una vez que la teleficción norteamericana ha cruzado su periodo manierista –el clasicismo podríamos fecharlo de 1999 a 2007, y de ahí en adelante las series se vieron en la necesidad de ofrecer algo más sobre lo ya edificado, dando rienda suelta a cierto “manierismo”–, se abre una tercera fase en la que tanto los guiones como el tratamiento formal buscan sorprender al espectador con soluciones narrativas y estéticas que tratan de ir “más allá” de lo acostumbrado, que rompen ciertos tabúes con desenfadada naturalidad y ambicionan nuevos territorios para la teleficción.

En las últimas semanas, hemos asistido a varios ejemplos que demuestran que los límites espectatoriales (aquellos que el televidente ha establecido o ha dado por hechos) se han roto, que no cesan de redefinirse y de reinventarse. Los guionistas saben que el espectador seriófilo ha desarrollado un colmillo retorcido, que ya todo ha sido visto de algún modo, reciclado y reutilizado, que ya casi nada puede sorprenderle (y por lo tanto reactivar su genuino interés por la serie); de manera que se han planteado satisfacer al televidente con lo que podríamos llamar “terapias de choque”. Es decir, momentos que privilegian el impacto y la sorpresa aunque sea a riesgo de perder en verosimilitud, de abrir una fisura en la trama maestra o hacer desaparecer personajes que considerábamos primordiales.

Destaco a continuación tres ejemplos de “terapias de choque” (con sus respectivos clips), esencialmente narrativas, correspondientes a sendas series bien distintas y de diferentes canales –Juego de tronos (HBO), The Walking Dead (AMC) y House of Cards (Netflix)–, y advierto que, como es obvio, hay SPOILERS:

Juego de tronos (4.2 – “The Lion and the Rose”, 13 de abril)

Otra boda y otra muerte “inesperada” (no para los lectores de las novelas de George R. R. Martin), aunque esta Boda Púrpura desde luego ha sido menos sanguinaria que la del capítulo noveno de la pasada temporada (“The Rains of Castemere"), en el que asesinaron a media familia Stark. Los créditos corrían en absoluto silencio, como respuesta a esa “terapia de choque” que acabábamos de recibir. Ahora, al inicio de la cuarta temporada, le ha llegado el turno al ser más despreciable de la serie, el rey Joffrey, y en el día de su boda. Lo cierto es que el capítulo está construido de tal modo –hasta con la participación de Sigur Rós cantando, precisamente, “The Rains of Castemere”– que la tensión acumulada a raíz de la humillación a la que el sádico Joffrey somete a su tío Tyrion debe encontrar finalmente una válvula de escape. En cierto modo, es el mismo patrón que sigue la serie en su contexto macroscópico, a lo largo de las distintas temporadas: el capítulo noveno suele ser el que libera las tensiones.

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The Walking Dead (4.14 – “The Grove”, 16 de marzo)

La muerte de un niño siempre ha sido un tabú en la televisión. Más que una sopresa inesperada, este momento de la cuarta de TWD fuerza algo más los límites respecto al tratamiento de la infancia en la teleficción. La trama del capítulo “The Trip” (1.11) de Dos metros bajo tierra giraba en torno a la muerte de un bebé. Uno de los guionistas del staff le dijo al creador Alan Ball que ese era territorio tradicionalmente prohibido en televisión, y protestó alegando que en televisión no se puede matar a un bebé sin perder audiencia. Ball continuó con la idea, no perdió audiencia (la ganó) y al final de la temporada echó al escritor que había protestado. Fue una de las primera conquistas de la teleficción en un tema tan delicado. Breaking Bad seguiría subvirtiendo ese territorio prohibido. Walter White / Heissenberg no duda en eliminar a cualquiera que se interponga en su objetivo, y eso incluye a niños, como vimos en las dos últimas temporadas. “The New Yorker” publicó un artículo muy interesante al respecto.

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House of Cards (2.1 – “Chapter 15”, 18 de febrero)

Francis Underwood, el gran Maquiavelo de la Casa Blanca, es sin duda uno de los personajes más interesantes y adictivos de la última hornada televisiva. La magistral interpretación de Kevin Spacey lo hace todavía más esencial. En el arranque de la segunda temporada, en una secuencia brutal con un desenlace completamente inesperado (pinchar en el vídeo), se despejan todas las dudas sobre su conducta moral, si es que quedaban algunas. Ya en la primera temporada simulaba un homicidio en forma de suicidio. Dispuesto a borrar todos los rastros que le puedan incriminar, en el primer capítulo de la nueva temporada (Netflix lanza todos los capítulos al mismo tiempo tiempo, rompiendo la tensión serial para aquellos que lo deseen) se quita de en medio a la periodista que investiga el caso, una de las protagonsitas de la serie intepretada por Kate Mara, y que en la primera temproada jugó un papel fundamental al establecer un acuerdo de intercambio de información con Underwood, clave en su ascenso a la vicepresidencia. Así, el arranque de la segunda temporada nos recuerda (por si le habíamos cogido demasiado cariño al personaje) que para Underwood cualquier medio es válido para obtener su fin: la presidencia de Estados Unidos. El de este extraordinario personaje –del linaje del Tom Kane de Boss y el Nucky Thompson de Boardwalk Empire–, libre de cualquier escrúpulo moral, es sin duda uno de los retratos más fascinantes de la actual teleficción, capaz de alambicar la sofisticación, la cultura y la inteligencia con el más absoluto primitivismo de las pasiones y la lucha por el poder.

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