Los barrenderos de Nueva York no se lo pensaron dos veces al retirar aquel montón de chatarra, que resultó ser una escultura de John Chamberlain, de la puerta de la galería. Tampoco dudó la señora de la limpieza del Museo Ostwald de Dortmund cuando frotó concienzudamente lo que parecían manchas de cal en una superficie de caucho hasta dejar irreconocible la obra Wenn es anfängt durch die Decke zu tropen, de Martin Kippenberger. En otra ocasión fue el juicio del fuego el que destruyó en un almacén especializado de Londres una tienda de campaña en la que la artista Tracey Emin había anotado los nombres de todas las personas con las que se había acostado. Las pérdidas fueron cuantiosas.
A la busca de un sentido al aparente sinsentido, o manifiesta tomadura de pelo, del arte contemporáneo, Félix Ovejero Lucas, profesor de filosofía política en la Universidad de Barcelona, acabó por escribir El compromiso del creador. Ética de la estética (Galaxia Gutenberg, 2014). Porque ya hace demasiado que los artistas perdieron el norte -y sus historiadores y críticos las tardes- "a cuenta de orinales". Orinales como los de Duchamp.
Pregunta.- Cuenta que se decidió a escribir El compromiso del creador escuchando una conferencia de Trapiello, cuyo Salón de pasos perdidos elogia. ¿Recuerda cuál fue la llamada a rebato?
Respuesta.- La conferencia llevaba por título Yo no soy el tema de mi libro. La impartió en la fundación March y está recogida en su magnífico archivo, desde donde puede descargarse. El Salón, entre otras cosas, es un ejercicio de autoconciencia moral, de construcción meditada de una identidad, tratando de estar a la altura del mejor yo. Tratando y no siempre ganando la batalla, como él mismo reconoce. También es una extraordinaria exploración del comportamiento de la “tribu literaria”, de sus fragilidades, vanidades y sectarismos. Lo que yo intento es mostrar que las inseguridades y hasta desamparos derivados de la propia naturaleza del arte contemporáneo no son ajenas a muchas patologías que vemos entre los creadores.
P.- Parece perseguir algo demasiado complicado en estos tiempos e incluso demodé: restablecer las relaciones entre arte, verdad y moral. ¿Se empeña en ir contracorriente o es que los tiempos mejoran?
R.- Puede que vaya a contracorriente del mundo, pero no de las reflexiones sobre el mundo. En buena medida lo que intento en el libro es buscar en las recientes teorías que insisten en la importancia de las virtudes epistémicas (el tomarse en serio a nosotros cuando pensamos, por decirlo rápido) como una vía para aclarar la idea de compromiso intelectual y ver si por ahí hay una salida a la frivolidad y la irresponsabilidad de ciertos quehaceres culturales en sentido ámbito, humanísticos, en los que, por no disponer de medidores fiables, el fraude prolifera.
P.- Arranca con la tesis de que la teoría estética es desoladoramente pobre para valorar el objeto artístico y, como lamentaba Gombrich, vergonzosa si la comparamos con los baremos que usan los científicos. El mercado tampoco vale. Las buenas intenciones sí, pero hace falta talento... ¿Basta con él?
R.- El talento es condición de posibilidad, pero no asegura nada, entre otras cosas porque no hay manera de medir el talento si no es a través de sus productos, y precisamente de lo que no disponemos es de una manera fiable y compartida de medir los productos. El problema es cómo se puede canalizar, como evitar que se corrompa cuando son tantas las posibilidades y hasta los incentivos. Tenga en cuenta que estamos, sobre todo en determinadas actividades, ante un problema típico de asimetrías informativas y en esos casos la mercancía mala vence a la buena, como ha mostrado concluyentemente la teoría económica.
P.- El universitario educado que en el museo intenta dar sentido en voz alta a un montón de chatarra mientras a su lado alguien exclama: "¡Esto lo hace mi sobrino de seis años!" ¿A quién le ronda más cerca la razón?
R.- Operan en registros distintos. El primero intenta atenerse a los protocolos de un mundo muy especial porque ha hecho de su norte la ausencia de protocolos. En esas condiciones no es raro que acabe por componer el gesto, por simular participar de un saber especial, aunque ande siempre temeroso de que le pidan alguna precisión acerca de en qué consiste ese saber. Otra posibilidad es que participe de un juego parecido al de la astrología, reglas precisas que se sostienen en el aire, que es puramente autorreferencial. El otro simplemente se suelta, pero eso también tiene sus riesgos. Vendría a ser como aquel que, harto de los despropósitos de cierta cocina, con la sensación -justificada- de que le han tomado el pelo, se entrega a la comida basura, a sus instintos más básicos y no contempla otro horizonte.
P.- ¿Qué opina de la existencia de un instinto del arte, un sentido estético universal común al género humano que la "tradición", de alguna forma, amparaba? El arte moderno se habría impuesto "contra natura"...
R.- La tradición podía amparar pero también ponderar, valorar, al modo como ponderamos (moralmente) otros “instintos”: celos, venganza, posesión. En un sentido trivial, siempre es contra natura, siempre es artificio. Lo sería de manera inmediata, desde el principio, incluso cuando era -si lo era-- un subproducto (evolutivo) de otras cosas, de otras actividades, que también eran un modo de resolver -contra natura- nuestro estar en el mundo. También podríamos sostener que, en efecto, por lo directo, hay un instinto, que cumple funciones adaptativas. Pero incluso en ese caso el arte y el juicio, en la medida que suponen elaboración y ponderación de esas disposiciones, serían contra natura, supondrían ponderación del “instinto”. El punto de interés es si esos “instintos” son la palabra última del juicio estético o son también objeto de ponderación. Si es lo segundo, la biología tiene poco que decir, como tiene poco que decir el nutricionista a la hora del juicio gastronómico.
P.- Tira a lo largo del libro de ese hilo envenenado que llevó a tantos teóricos y artistas de las vanguardias a oponerse a las reglas morales brindando así su granito de arena a los totalitarismos.
R.- Lo que me interesa en este caso es no solo el desapego del arte respecto a cualquier intención moral o funcional, sino sobre todo la aparición de un personaje en cierto momento de la historia, el artista que elogia, sin más, el mal o, directamente, la sinrazón. No es la apuesta por la revolución, que es Ilustración, el bien y la razón, sino el desprecio, sin argumentos, por la convenciones humanas, incluido el acto de respeto que supone la justificación de los puntos de vista. Y lo peor es que a ese personaje se le acabará por otorgar un protagonismo mayor que a la obra. El dandi, que no tiene otra obra que él mismo, es un buen ejemplo. Y el intelectual moderno, su prolongación. La calamidad se completa cuando, al modo como sucede con los deportistas, según han estudiado los que investigan la economía de la celebridad, su prestigio se extiende más allá de su campo de competencia. La ventaja es que los futbolistas son más prudentes, sus tópicos y sus silencios son mucho más meditados que la incontinente logorrea de bastantes creadores.
P.- El compromiso iba a servir de conjuro para resolver las relaciones del arte con el mundo y acabó sancionando "tropelías y tonterías". Usted cree que más les valdría a los intelectuales "tomarse en serio" y buscar, sencillamente, la verdad...
R.- En la segunda parte del libro trato de mostrar que, en territorios inciertos, sin criterios inequívocos de tasación, importa, para el producto, el cultivo de las ciertas virtudes, y hasta disposiciones de carácter, por parte del productor: la autonomía de juicio, el estar abierto a las críticas, la mirada limpia frente a los cosas, el estar alerta frente a sesgos y prejuicios, la prevención respecto a las inercias de los nuestros. En esto, nuestro país resulta un magnífico laboratorio, cuando uno ve demasiados creadores de opinión o académicos que parecen claudicar de sus conocimientos e investigaciones por pura inercia biográfica, por buscar el calor de la "tribu", por una deuda supersticiosa con sus años de juventud. Por cierto, que hasta disponemos de un experimento natural comparado: mientras en el País Vasco se dio, entre intelectuales, un afán de verdad, en Cataluña, las cosas han ido por otro lado.
P.- Se ha señalado por su resistencia al nacionalismo catalán y desde posiciones de izquierdas, cosa aún más rara cuando estas se echaban en bloque a los brazos de la patria. Suele explicar lo ocurrido como una suerte de pandemia contagiosa... ¿Qué dice el último parte del paciente?
R.- El raro no soy yo, sino una izquierda -la nuestra, en esto también excepcional- que abandona sus ideales de ciudadanía, igualdad e ilustración, por una entronización de la identidad, el cultivo de la tradición y el mito. Es precisamente un ejemplo de lo que le contaba. Resulta patético ver a gentes con lecturas comprar la superstición de “pueblos milenarios” inmutables, dotados de identidad, voluntad esencial y compartida. Todo eso es chatarra intelectual o simple falsedad. En cualquier sentido precisable de identidad Madrid y Barcelona son dos gotas de agua. Las dos provincias con mayor identidad propias son Huesca y Lugo, porque se van todos, y solo quedan las esencias. Pero gentes que no son idiotas repiten la cháchara de la singularidad, la lengua propia, el hecho diferencial, y demás (cuando no la simple superioridad moral). No me creo que se tomen en serio.
P.- Por cierto que el espectro ideológico de nuestro país ha saltado en pedazos con la aparición de Podemos y de todo tipo de movimientos ciudadanos. ¿El economista que hay en usted es de los que se aterran con estas irrupciones, de los que permanecen a la expectativa o, quizás, de los que se divierten?
R.- Tengo dos motivos para simpatizar con Podemos: los anti-Podemos, con esa reacción histérica de quienes quieren que los expulsen de los medios de comunicación, con lo que, de tener éxitos, confirmarían las tesis anticapitalistas de Podemos, y su defensa de la participación democrática, un asunto sobre el que he escrito algunos libros, incluido uno sobre el 15-M. Otra cosa es que hayan convertido la participación en un conjuro para evitar opiniones: “ya lo decidirán las bases”. Pero un proyecto político se perfila por sus propuestas, entre ellas la democratización de las instituciones políticas. Uno ha de saber en qué milita. No vale el todos estamos de acuerdo pero no sabemos en qué. Que estemos de acuerdo en que algo no funciona, no nos dice nada acerca de lo que queremos. La defensa de la participación no exime de tener puntos de vista: muchos noes no equivalen a un sí y de momento, por lo que llevo visto, Podemos parece un parlamento sin pautas claras. Allí todo cabe, hasta un delirante derecho a decidir que, en plata, quiere decir que unos militantes son partidarios de excluir de su comunidad política a los otros. Y un partido en el que todo cabe justifica sobradamente la calificación de populista, en el peor sentido, en el que, al final, como no hay veredas ni líneas rojas, es el líder el que “interpreta” el cacao colectivo y, naturalmente, hace de su capa un sayo..
P.- Es hiperactivo en las redes sociales, especialmente en Facebook, donde se ha reunido en torno a su muro una variopinta comunidad de habituales. ¿Qué encuentra allí?
R.- No estoy en Twitter, por cuestiones temperamentales, porque propicia el arrebato y la sentencia descalificadora, faltona. Tampoco diría que soy hiperactivo en Facebook, aunque pueda colgar bastantes cosas. El uso que yo hago me parece un ejercicio de eso que se da en llamar “sabiduría de multitudes” o “inteligencia colectiva”. Cuelgo noticias y opiniones, que no siempre comparto, ique, en ocasiones, no he acabado de leer!, y que apenas comento. En otro momento del día, echo una ojeada a los debates, que ofician como filtros, como ponderación colectiva. Los amigos amplían las perspectivas, corrigen sesgos y señalan aspectos que escapan a una lectura rápida. Es como participar en un seminario. En mi caso, por decantación, acaso dependencia de la senda, creo que allí nos hemos ido reuniendo una serie de gentes desprejuiciadas, que no van a piñón fijo, dispuestas a discutirlo todo, que se respetan pero no se jalean, al revés, muchas se critican con dureza y afán de verdad. Lo más parecido a una sociedad decente. “Todo lo hacemos entre todos”, para decirlo con una fórmula muy del gusto de Andrés Trapiello.