Desde hace tiempo, Steven Soderbergh ha dado señales de ser otro de esos directores desencantado con el medio cinematográfico, tanto financiera como culturalmente. Una y otra vez ha anunciado su abandono del cine, aunque nunca termina de producirse, de hecho sigue siendo el más prolífico de los cineastas estadounidenses. Su última película, sin embargo, la hizo para la televisión: Behind the Candelabra, un magnífico retrato a lo largo de los años setenta y ochenta del pianista Liberace y su amante Scott, interpretados con valentía por Michael Douglas y Matt Damon, que se convertía en un tratado sobre las prisiones que generan la vanidad, la riqueza y la celebridad.
De recientes entrevistas suyas se desprende que su desencanto hacia el cine está relacionado con la calidad espectatorial. Soderbergh argumenta que el telespectador está hoy en día más abierto a la complejidad de los personajes, a su ambigüedad y a asumir ciertos riesgos narrativos, a diferencia de la producción cinematográfica, que sigue apegada a una serie de fórmulas para ofrecer aquello que el espectador espera recibir. No hay una explicación sencilla a un debate complejo, y en cualquier caso no deja de ser una generalización, pero pareciera que con el precio de la entrada va incluido el derecho “a recibir por lo que has pagado” –un determinado tipo de película que debe obedecer a un determinado tipo de reglas: espectacularidad, entretenimiento, historias cerradas y personajes sin dobleces–, mientras que como la televisión se consume gratuitamente, y sin esfuerzo añadido, las expectativas del televidente son necesariamente más flexibles. No espera nada concreto a cambio.
Así que Soderbergh siente la necesidad de desarrollar más sus personajes y sus ficciones, de dotarles de una complejidad que, por lo visto, el cine ya no puede ofrecerle. Y en su primera experiencia televisiva en formato serial –dirige todos los capítulos, aunque la serie está creada y escrita por Jack Amiel y Michael Begler– trata de hacerlo con una teleficción ambiciosa tanto desde la vertiente estilística como narrativa. La estrategia es partir de un microcosmos para retratar una ciudad y una época, y en extensión toda una nación y una cultura. Se centra en las condiciones sanitarias y los avances científicos en medicina a principios de siglo (exactamente en el año 1900), pero va mucho más allá. Se titula The Knick (Cinemax) porque la ficción transcurre en gran parte encerrada en las paredes del Hospital Knickerbocker de Nueva York, ese microcosmos desde el que ofrecer el retrato de una ciudad en plena efervescencia, pues confluyen médicos y pacientes de todas las clases sociales, razas y creencias.
Es un relato coral, claro, si bien casi todo gira alrededor del doctor John W. Thackeray, interpretado con magnetismo por Clive Owen. Es un personaje prototipo de la ficción televisiva del nuevo siglo: un antihéore de doble y triple rostro, un genio de la Medicina adicto a la cocaína y a los comedores de opio, racista, pasional y atormentado, entregado por completo a su trabajo, que a lo largo de la primera temporada (diez episodios de entre 40 y 55 minutos cada uno) mantendrá una relación con la enfermera Lucy Elkins (la bella y delicada Eve Hewson, agradable descubrimiento, es la hija de Bono, el líder de U2), y que continúa la labor de investigación de su mentor, el doctor J. M. Cristiansen (Matt Frewer), quien fallece en el piloto. Una de las subtramas más importantes es la protagonizada por la dueña del hospital, Cornelia Robertson (Juliet Tylance), y el doctor Algernon Edwards (André Holland), que debido a su color de piel se enfrentará a todo tipo de humillaciones. Otras subtramas giran alrededor del discípulo de Thackeray, el Dr. Bertie Chickering (Michael Angarano), el gerente del hospital Herman Barrow (Jeremy Bobb), el Dr. Everett Gallinger (Eric Johnson) y de la monja Harriet (Cara Seymour), de cuyas historias se proyectan temas como la influencia de la mafia, la mortalidad infantil, el aborto, el clasismo, la inmigración y, sobre todo, la xenofobia que imperaba a principios del siglo XX en Estados Unidos: de hecho, uno de los capítulos está dedicado por entero a la revuelta de la población en un ataque de vendetta contra la comunidad negra.
El trabajo de dirección de Soderbergh no pasa desapercibido. Desde el plano con el que abre la serie, y sobre todo la primera secuencia en el quirófano –inspirada sin duda en el lienzo de Thomas Eakins The Agnew Clinic–, el cineasta deja su impronta personal en la pantalla, con algunos planos de proyección cinemática que no veíamos en una serie desde Breaking Bad. Hay mucha profesionalidad y talento en The Knick, y su eficacia dramática va en consonancia a su enérgico despliegue visual, la fisicidad que se apropia de las imágenes y las interpretaciones, el intrigante, fluido montaje, y el empleo de música electrónica que, a pesar de su marcada anacronía en conjunción con las imágenes, proporcionan una atmósfera única, dotada de gran expresividad.
Destacan la crudeza y el realismo de la serie, con una ambientación en exteriores y en interiores que inyectan un alto grado de realismo, sobre todo debido al temblor y el movimiento incesante de la cámara en mano (norma de estilo de Soderbergh), de manera que el espectador se ve transportado a las calles y escenarios neoyorquinos de principios de siglo sin sentir en ningún momento la sensación de que habitamos un estudio de cartón piedra. En este sentido, la serie respira mayor verdad que, por ejemplo, la muy estilizada Boardwalk Empire (vindicando su naturaleza de cine de género… en esta quinta y última temporada las resonancias con El Padrino II son más que manifiestas) o el drama histórico Masters of Sex, basado en las primeras investigaciones científicas en torno a la sexualidad, y cuya segunda temporada supone afortunadamente un salto de calidad respecto a la primera.
Una vez inmersos en el universo de The Knick, apreciamos la inteligencia de la serie a la hora de establecer paralelismos entre el naciente siglo XX y la actualidad, dos épocas en las que los avances científicos y tecnológicos cambiaban el mundo año a año. Asistimos así al nacimiento de la electricidad y la invención de todo tipo de artilugios clínicos, a la implantación de las radiografías en los hospitales y el enorme salto de garantías en los diagnósticos y las operaciones quirúrgicas que trajeron consigo. La vertiente didáctico-histórica de la serie, especialmente en los primeros episodios, es magnífica, lo que al principio convierte The Knick no tanto en un drama médico al uso –tipo Urgencias, House, Scrubs o Anatomía de Grey– como en un drama alrededor de la historia clínica. La atención a los detalles es extraordinaria en este sentido, y aunque solo fuera por eso la serie ya merece ser vista.
Aunque también hay peros. Y no es un pero menor. Si Soderbergh ha encontrado en la teleficción el vehículo desde el que construir personajes complejos, con los que podamos empatizar, quizá sentirnos identificados, pero sobre todo hacia los que podamos desarrollar un nivel de preocupación por sus destinos (la gran clave de toda serie que quiera perdurarse en el tiempo), ahí es donde The Knick no termina de ser del todo convincente. En cierto modo, la brillante fachada de la serie se encarga de ocultar las debilidades de los cimientos y las grietas del edificio. La ficción avanza hacia la disolución de sus personajes en la indiferencia del espectador, al menos del que esto escribe. Probablemente porque a pesar de la energía de la dirección y el magnetismo de la ambientación, y de una estética que la distinge del resto de series, los dramas y personajes que pone en marcha resultan del todo convencionales. Al final, si trasladáramos el relato a nuestra era, la serie no se diferenciaría gran cosa de Urgencias o Anatomía de Grey.
El desinterés que va produciendo The Knick a medida que avanza, especialmente a partir del ecuador de la temporada, está más relacionado con el contenido que con las formas. Habrá una segunda temporada, pero eso no impide que en los últimos capítulos de la primera los acontecimientos se atropellen unos a otros tomados por una necesidad imperiosa de atar cabos y resolver subtramas. Algo impropio de una serie que, al menos desde su diseño formal, nace con altas ambiciones. Quizá sea algo inherente al trabajo de Soderbergh: la frialdad de sus ficciones, en las que la cáscara siempre se impone a la nuez. Pero en este caso, a los creadores de The Knick, Amiel y Bergher, apenas les avalan producciones cinematográficas de contenido romántico y familiar como Mamá a la fuerza (2004), El príncipe y yo (2004), Cariño, estoy hecho un perro (2006) o Una aventura extraordinaria (2012). Quizá eso pueda ayudar a explicarnos la principal incongruencia de la serie. Es una verdadera lástima.