Gonzalo López Alba
El periodista y escritor publica Los años felices, su primera novela.
Pregunta.- Treinta y cinco años ciñéndose a la realidad. ¿Por qué decide López Alba cambiar a la ficción? ¿Es una vocación que ha tenido siempre?
Respuesta.- Yo soy uno de esos periodistas que se dedican a esto porque lo que querían era escribir. Esa es mi ambición, y lo ha sido siempre, como demuestran los infinitos manuscritos que me han rechazado antes de publicar esta novela.
P.- ¿Qué le aporta la novela, a la hora de contar esta historia tan pegada a la Historia de España, que no le aporte la no ficción, el ensayo?
R.- Como decía Kierkegaard, la vida hay que vivirla mirando hacia delante pero para entenderla es imprescindible mirar hacia atrás. Para entender dónde estamos hoy, es importante que conozcamos lo que ha ocurrido en los últimos cuarenta o cincuenta años en España. Podía haber escrito un tratado de historia, pero no estoy capacitado, y además tenía el propósito de llegar al mayor número de lectores posible. Para esto la novela es el género más adecuado, pues permite escribir con rigor documental y a la vez de una forma amena y entretenida.
P.- ¿Por qué eligió a un periodista para protagonizar la novela?
R.- Para mí ese personaje era el más fácil de construir. Además necesitaba a alguien que me sirviera de engarce natural entre la trama de ficción y la realidad histórica, que me sirviera para hacer el retrato de los distintos presidentes de Gobierno, o que pudiera narrar acontecimientos como el 23-F. Y también he querido reivindicar el oficio de periodista en uno de los peores momentos para el oficio.
P.- ¿A qué se refiere exactamente?
R.- Yo creo que ha habido un deslizamiento del periodismo hacia el espectáculo y la comunicación. Las nuevas tecnologías aportan muchas cosas, pero también muchos riesgos. Creo que ver un accidente de tráfico y tuitearlo, no es hacer periodismo, sino dar un testimonio. Ante todo el volumen de información que circula sin ningún tipo de criterio o catalogación, el periodista es hoy más necesario que nunca.
P.- En su opinión, ¿cuándo terminaron los años felices?
R.- Los años felices son los que van desde el advenimiento de la democracia a la etapa previa a esta crisis. Si los comparas tanto con lo anterior como con lo posterior, claro que fueron unos años felices. Los tres personajes de mi novela pertenecen a una de las generaciones más castigadas por la crisis, que al mismo tiempo fue la última que pudo convertir sus sueños en realidad, que alcanzó el éxito profesional y que pudo vivir mejor que sus padres. Eso se les ha robado a los jóvenes de ahora.
P.- ¿Qué le hace falta a España para volver vivir otra etapa así?
R.- No nos olvidemos de lo que ha sido España, de lo que ha representado a nivel internacional, estando en muchas ocasiones en la vanguardia de la consecución de derechos. Yo creo que lo que hace falta es que los españoles salgan del abatimiento y miren hacia delante. Y para que eso sea posible, además del impulso de la sociedad, hace falta un liderazgo más fuerte, y no solo político, sino también intelectual y ético.
P.- Últimamente varios escritores han vuelto a la Transición. Pienso en Cercas y Marías, que se han ocupado, este último año, aunque desde perspectivas muy distintas, de ello, de la memoria y de aquel pacto social. ¿A qué cree que se debe esta suerte de revisión del pasado? ¿Cree, como defienden algunos, que el sistema se ha agotado?
R.- Creo que tiene mucho que ver con la crisis y con el estado de las cosas, pero también responde a una cuestión de índole generacional. De todas formas, hay cierta confusión con respecto a la Transición, que en sentido estricto no duró más de tres años. No nos olvidemos de que pasando por aquel puente dejamos atrás cuarenta años de dictadura. Cuando Pablo Iglesias, que es la encarnación de la política del espectáculo, habla del régimen del 78 trata de trasladar la idea de que no vivimos en un estado de derecho; por mucho que la palabra régimen designe cualquier sistema político, tiene unas connotaciones evidentes y él las utiliza para desacreditar nuestra democracia, que es y ha sido una democracia perfectamente homologable a cualquier otra democracia occidental, pese a sus imperfecciones.